sábado, 31 de diciembre de 2016

Un poco de Mose


Aunque soy poco aficionado al jazz, la voz de Mose Allison me gusta. El músico, del que he sabido por su muerte, interpreta aquí un tema de Willie Dixon.

martes, 18 de octubre de 2016

Semblanzas

   
     Último sábado de septiembre. Charla en Segovia entre el economista Guillermo de la Dehesa y el filósofo Fernando Savater. Apunto:

     Dehesa, con su barba carolina, tiene aire de bibliotecario escurialense, de sabio digno, impresión que él afirma con una medida de conocimiento y una medida de ausencia reflexiva también. Me pregunto si, cuando escapa mentalmente, lo hace para situarse en la biblioteca del Monasterio, a fin de consultar viejos volúmenes con gusto y cuidado, y ofrecer consejo a un repentino rey Prudente, cuyos modos principales él resiste acaso con paciencia refractaria. En cuanto a Savater, este recorta la figura de un Falstaff inofensivo. La imagen aparece en el momento en que, divertido, el filósofo se echa atrás en el sillón, levanta con un movimiento de cabeza la mirada al cielo, se lleva la mano a la barbilla para mesarse la barba y, sonriendo, deja sin reír la excelente risotada que entonces se le espera.
 

domingo, 25 de septiembre de 2016

Epigrama


                                                            El que toma cien mujeres,
                                                       fidelísimo Solimán,
                                                       ¿sufre luego los placeres
                                                       del alto jardín musulmán?



sábado, 10 de septiembre de 2016

miércoles, 31 de agosto de 2016

Debod y Cibeles

    

     
      En las últimas semanas, se han visto en las carteleras del Ayuntamiento de Madrid dos imágenes distintas. Una, mostrando la fuente de Cibeles, otra el Templo de Debod. Las creí señales de un cambio tranquilo, no por silencioso menos importante: la sustitución de la alborotadora publicidad habitual por fotografías de la urbe compartida, a fin de hacer una ciudad un poco más amable. Estaba equivocado.

     Una búsqueda en Internet me reveló la razón de aquellos hitos gráficos: el Ayuntamiento, a la espera del inicio del contrato con una nueva empresa anunciante, vestía de algún modo el hueco dejado por la compañía anterior. Dos imágenes emblemáticas de Madrid, no en exceso llamativas, funcionales, cubrían por un tiempo las carteleras, junto con otras ya existentes de orientación o concurso cívico, municipales también. ¿Por qué no vi lo que de verdad ocurría? El constante llamamiento al cambio del nuevo gobierno me llevó a pensar en un giro político. Pero no era el caso, y la falta de ruido en los medios tendría que haberme puesto sobre aviso. Esperaba demasiado, claro. La publicidad es un elemento vertebrador de la sociedad de consumo, y aunque los anuncios sean invasivos, empujen al gasto constante, y fomenten el malestar a través de la envidia, resulta muy difícil que nadie los censure, por muy antisociales que en el fondo sean.

     Las imágenes de la Cibeles y del Templo de Debod desaparecerán pronto. Cuando hice las fotos que aquí acompañan, ya se veían obras en algunos lugares para reemplazar el mobiliario urbano, y adaptarlo a las necesidades del nuevo contratista. De todo esto, al menos, me queda la impresión de cómo sería la ciudad, si pudiera liberarse de la chismosa publicidad de costumbre.

domingo, 14 de agosto de 2016

Encubridora

 
    
          Encubridora, del austriaco Fritz Lang, es un wéstern algo descolorido de 1952, en el que Marlene Dietrich tiene la escena más curiosa. Dietrich, con sus pícaras compañeras de taberna, juega a las carreras de caballos con unos vaqueros por montura, mientras el resto del local anima fogoso. Son sólo dos minutos de cine, pero le bastan para dejar huella y señalar, además, que Encubridora podría haber sido una película del Oeste bien distinta. Porque en el saloon donde Marlene reina, Lang quiere aplicar lo aprendido en Berlín, lo que sabe de aquel oscuro cabaret de entreguerras, teatro bello, sórdido y ridículo a un tiempo que aún hoy recordamos. El bar de frontera, el de las lumis amables y los borrachines y los vaqueros en busca de pelea, funciona en Encubridora como trasunto de aquel otro lugar de esparcimiento. La imagen resulta subversiva, pues sugiere placeres raros o retorcidos, que no casan con los del típico saloon americano del cine de entonces. Pero sólo es un detalle. El resto no recibe de Lang el mismo impulso creativo, y queda como un wéstern que se deja ver, pero que llama poco la atención.

viernes, 5 de agosto de 2016

Patrones


El martes estuve en el Prado. Para entrar (gratis) hice fila cuarenta y cinco minutos. Según el museo, hay menos visitantes en agosto; añado que vienen todos por la tarde, a eso de las seis. Una vez dentro, vi unos bocetos sobre tabla de Rubens, poses heroicas de romanos semidesnudos, firmes en sus trabajos míticos. Por la falta de naturalidad de las escenas, y el común desabrigo, dudé si se trataría antes de un ejercicio de estilo, o del capricho de un patrón licencioso; creí más seguro lo segundo, por ser aquella la preparación de un pedido de Felipe IV. Luego, en la sala de los holandeses, fui mirando cuadros de tema bíblico e imaginación barroca, hasta llegar a Judit presentando la cabeza de Holofernes, de Salomon de Bray. Esta pintura me extrañó, porque pensé fácil olvidar el trasfondo (la victoria de Israel sobre sus contrarios es un asunto transparente), y encontrar en ella sólo a una muchacha con una cabeza cortada en las manos. ¿Habría morbo detrás del encargo? No, no se trató de eso, supe por un texto. Con el añejo asesinato del general Holofernes, se escenificaba la resistencia holandesa frente al enemigo español, en tiempos del autor. Me acerqué un poco a la tela, por ver si en las facciones del decapitado reconocía las de algún paisano, tal que el conde-duque; pero no. Sólo los colores de la bandera de Holanda, en una cinta que ceñía el pelo de la chica, delataban un vínculo regional. Ya no tuve tiempo para más, las dos horas de gracia del museo (que para mí fue hora y cuarto) terminaron entonces.

P.D. La imagen que acompaña a esta entrada es la de Judit, en el cuadro de Bray. Se pintó en 1636.

sábado, 16 de julio de 2016

En concierto


Vi a Piedad os lo ruego en la sala Moby Dick. Las bases pregrabadas, las voces monótonas en contraste con el brío playero de sus ropas, los clichés en las letras (“she’s my girl, and she’s so pretty”), me revelaron una voluntad irónica, volcada, me parece, no tanto sobre lo que se expresaba, como sobre el medio de expresión en sí, la música rock. Sin ser decisiva, su propuesta me divirtió.


En la foto, Leticia, la cantante.

viernes, 15 de julio de 2016

Ah, Tintín


En su Historia del Almirante, Hernando Colón relata los viajes americanos de su padre, recordando azares y ensalzando aventuras. Entre ellas destaca una en la que el descubridor tiró de ingenio para salvar la situación. Para mí, es tanto más curiosa por su parecido con una escena del álbum de Hergé El templo del Sol, donde Tintín inventa algo del estilo para salir de un mal paso.

El Almirante y algunos de sus hombres estaban varados en una playa jamaicana, esperando un socorro que no llegaba. Necesitados de la ayuda de los indios, que tras meses de convivencia forzada ya no querían asistirles, el descubridor decidió emplear un truco para ganarse su voluntad. Disponía el Almirante de un almanaque astronómico, donde se predecían los eclipses, y sabiendo de la mentalidad mágica de los indios, con ese conocimiento se dispuso a impresionarles. Reprochándoles su mala disposición para con los españoles, les anunció que la luna se cubriría, y que pronto iba a seguir un castigo divino. Lo recuerda así Hernando: 

"Pero comenzando el eclipse al salir la luna, cuanto más ésta subía, aquél se aumentaba, y como tenían grande atención a ello los indios, les causó tan enorme asombro y miedo, que con fuertes alaridos y gritos iban corriendo, de todas partes, a los navíos, cargados de vituallas, suplicando al Almirante rogase a Dios con fervor para que no ejecutase su ira contra ellos, prometiendo que en adelante le traerían con suma diligencia todo cuanto necesitase. El Almirante les dijo quería hablar un poco con su Dios; se encerró en tanto que el eclipse crecía y los indios gritaban que les ayudase. Cuando el Almirante vio acabarse la creciente del eclipse, y que pronto volvería a disminuir, salió de su cámara diciendo que ya había suplicado a su Dios, y hecho oración por ellos; que le había prometido en nombre de los indios, que serían buenos en adelante y tratarían bien a los cristianos, llevándoles bastimentos y las cosas necesarias; que Dios les perdonaba, y en señal del perdón, verían que se pasaba la ira y encendimiento de la luna. Como el efecto correspondía a sus palabras, los indios daban muchas gracias al Almirante, alababan a su Dios, y así estuvieron hasta que pasó el eclipse".

En El templo del Sol, Tintín y el capitán Haddock son capturados por unos indios del Perú que, por haber descubierto los belgas ciertos secretos graves, quieren hacer de ellos las víctimas de un sacrificio ritual. Tintín aprende por casualidad la fecha de un eclipse de Sol, y se sirve de ella para salvar su vida y la de sus compañeros (el profesor Mariposa también está allí): anuncia el eclipse, conmina al Sol, mide los tiempos y, en el momento justo, ruega por los indios asustados ("¡Oh Sol, poderoso astro del día, yo te conjuro! ¡Sé clemente y ten piedad de tus hijos y dales tu luz!"), para conseguir su objetivo. Adaptando, presumiblemente, el relato de Hernando Colón, Hergé le dio un final de altura a su historia. Cabe añadir que la ingenuidad de los indios en cuanto al eclipse es poco menos que increíble, en pleno siglo XX, pero se compensa en alguna medida con la del propio Haddock, tan genial en su viñeta como siempre.

domingo, 12 de junio de 2016

Detalles


El texto anterior sigue la edición de Recuerdos de un anciano publicada por Espasa-Calpe en 1951. El capítulo está entero salvo por unas notas a pie de página del autor, de no mucha importancia, que he omitido para no entorpecer la lectura. Tanto la división del relato como las imágenes que lo acompañan son cosa mía. A propósito de las mismas, la primera es una vista del puerto de Cádiz del siglo XVIII, realizada por un anónimo holandés. La segunda es una representación de la batalla por Rafael Monleón, firmada en 1870, no mucho después de que Alcalá Galiano escribiera sus recuerdos; puede verse en el Museo Naval de Madrid. La última es una imagen de una bandera del navío San Ildefonso, capturado en Trafalgar por los ingleses; esta se guarda —sin exhibirse— en el Museo Marítimo de Londres. Espero que las imágenes hayan animado a la lectura de este texto histórico.


jueves, 9 de junio de 2016

III. Despojos de la batalla




     Veíanse espectáculos horribles, sabíanse rasgos de valor y sufrimiento en el padecer, y también heroicas impaciencias en los que, víctimas del recién terminado combate, venían, o a perder al cabo la vida de resultas de sus heridas, o a recobrar la salud después de una cura penosa. Llegó entre otros el guardia marina llamado don N. Briones, de quien se contaba que, habiéndole llevado el pie una bala, pero dejándosele unido a lo restante de la pierna por un tendoncillo o nervio, como le hubiese dicho a un marinero que le llevase a curarse, y no se viese obedecido pronto, con la mano acabó de desprenderse del pie dando un tirón, y arrojó el miembro perdido a la cara del marinero mal obediente, quedando vivo después de tal acto, pero no por largo tiempo, pues murió recién llegado a Cádiz. Mejor suerte cupo al capitán de fragata Somoza, segundo comandante del navío Montañés, y cuya herida era de lo más singular posible, pues una bala, pasándole de refilón por el vientre, le había llevado toda la parte carnosa con la piel exterior, y dejándole sana una película de las que cubren los intestinos, casi transparente, lo cual no estorbó que conservase la vida hasta convalecer del todo, siendo curado en el hospital, adonde quiso ir, desechando numerosas ofertas de señoras y caballeros que pretendían llevársele a sus casas. Gravina padeció largo tiempo, y aun acaso, si se hubiese amputado el brazo herido, no habría muerto; pero, por culpa suya o ajena, no fué llevada a efecto la operación de muchos aconsejada. Salvó a Valdés el arrojo de un oficial subalterno o guardia marina, pues habiendo quedado abandonado sin conocimiento en el navío a su mando, próximo a perderse en la costa, como de hecho se perdió, y no habiendo quien se atreviese a ir a bordo del buque puesto en peligro, alrededor del cual hervía la mar embravecida, logró el animoso joven persuadir a unos pocos valientes marineros a que le siguiesen, y, favorecido por la suerte, llegó al navío y sacó de él al digno comandante, quien llegado con felicidad a Cádiz, y trasladado a casa de unas señoras, sus amigas, cuando volvió en sí se encontró libre de peligro, y vivió después largos años para contraer nuevos méritos y pasar nuevos trabajos, siendo notable ejemplo de los vaivenes de la fortuna. Dolores hubo y desdichas menos conocidos, aunque no de menos lástima, pero quedaron ocultos entre las tinieblas en que suelen hechos notables ser desde luego envueltos y seguir siempre ignorados.
     En cuanto a mí, pues forzoso me es hablar de mí en estos recuerdos, el día 22, recién aparecidos delante de Cádiz los navíos que bien merecen ser dichos despojos del combate, traté de restituirme a Chiclana a dar a mi madre algún consuelo en sus congojas y dudas, que todavía no eran, como dejo dicho, dolor por una pérdida temida sólo, pero no conocida. Difícil nos era el viaje, porque por agua no consentía el tiempo hacerle, y por tierra faltaban medios de ponerse en camino, estando embargado todo carruaje. Vencí este inconveniente yendo yo a ver a Solano, el cual me distinguía notablemente, y que además hubo de tomar en consideración las circunstancias en que me hallaba concediéndome un calesín, y pasé a Chiclana por tierra; pero siendo a la sazón el camino que lleva a aquel lindo pueblecito, desde el de la isla de León, largo y malísimo, hicimos harto incómoda jornada, calándonos el agua, azotándonos el viento en el desabrigado vehículo, traqueteándonos horriblemente el movimiento, amenazados mil veces de volcar, y agregándose estas incomodidades a la agitación mental, bien que para distraer en parte el ánimo de la pena o del cuidado.
     No teniendo noticias en Chiclana, resolvimos venir a Cádiz a buscarlas. Seguía, como no suele suceder, aun sin intermisión, o con algunas breves en duración y no grandes en fuerzas, la borrasca. Hicimos el viaje en un coche bastante cómodo; pero salidos de la isla de León, y pasada Torregorda, al acercarnos a Cádiz, presenciamos un espectáculo espantoso. Estando la marea baja, echamos por la playa. Pero aquel camino siempre cómodo dejaba de serlo, porque lo cubrían a cada paso despojos de naves, pedazos de jarcias, de arboladura, aun de cascos de buques, y con particularidad de botes, no faltando entre ellos de trecho en trecho algún cadáver, todo lo cual arrojaban a la tierra las olas encrespadas, que sin amansar su furia seguían apareciendo en el mar a modo de montes y estrellándose con ímpetu y tremendo ruido en la arena. Cerraba los ojos mi afligida madre como temerosa de encontrar entre los muertos el cuerpo de la persona querida, cuya pérdida, si no era para nosotros cierta, estaba muy dentro de los límites de lo probable.
     Una vez en Cádiz, la incertidumbre seguía. Pero no es de la de mi familia y persona de la que me toca ahora aquí hablar, o a lo menos no de la que debo tratar, sino como de una parte accesoria de la situación de las cosas. En efecto, no mejorando el tiempo, casi todos los buques escapados del combate fueron a dar en la costa. Uno francés se fue a pique a la boca del puerto, pereciendo todos cuantos le tripulaban. A otro, que estaba anclado fuera, tuvo la osadía de acercarse un navío inglés hasta dispararle una andanada, a que él respondió con otra, pero con poco efecto por ambas partes, retirándose el agresor por respeto a la artillería de la plaza que comenzó a disparar, protegiendo a nuestro aliado en su apuro. De los diecisiete navíos que habían arriado bandera al terminar el combate, la mayor parte, corriendo varias fortunas en pocos días, a pocas horas, ya volvían a ser de su nación, sublevada la tripulación contra los pocos ingleses que marinaban el buque, ya recaían en poder de los que le habían ganado y ocupado, ya iban a perderse en la costa. Fué de los más afortunados el navío Santa Ana, de tres puentes, que ya rendido, combatiéndole el mar y el viento, hubo de entrarse en Cádiz, cayendo prisioneros los ingleses ya dueños de él y rescatándose el teniente general don Ignacio de Álava, que en él estaba y venía herido. Así poco a poco iban llegando noticias de casos particulares. Hubo también algún parlamento, siendo recibidos en Cádiz los oficiales parlamentarios con cortesía y hospedándose en casa de Mr. James Duff (llamado en Cádiz don Diego Duff), cónsul que había sido de su nación en la misma plaza, muy querido y respetado allí, y que seguía haciendo parte del oficio de cónsul, y llevaba el nombre de serlo en boca de lo común de las gentes, no obstante el estado de guerra. De un parlamento fué objeto el reclamar los ingleses como su prisionero a Álava, porque lo había sido por dos o tres días; pero su pretensión fué desatendida, como debía serlo, pues el favor de la suerte le había traído la libertad. A la casa de Duff era común acudir a averiguar el paradero de una u otra persona de las de la escuadra, cuyo fin o existencia eran aún ignorados; pero poco o nada se averiguaba, no cuidándose los ingleses de otras vidas que las de los suyos, y en quienes el dolor por la pérdida de la de Nelson no dejaba lugar a otros dolores.
      El 31, según más arriba dejo dicho, cesaron mis dudas y las de mi familia, poniéndoles término el dolor más vivo y acerbo, dolor no para contado a indiferentes, y del que basta hacer esta leve mención, quizá, aun así, inoportuna.
      Como todo pasa en el mundo, pasó la imagen de los sucesos que aquí acabo de recordar, yendo borrándose poco a poco de la memoria. Por lo pronto dió motivo a los poetas para sentidos cantos, de ellos algunos de gran valor, pues que aun bastante conservan. La sombra de Nelson, obra de Moratín, hasta ha desaparecido de las más de las colecciones de sus obras, no tanto por el vicio de oscuridad que la afea, pero el cual está rescatado por grandísimas perfecciones, cuanto por las adulaciones en él prodigadas, no sólo a Napoleón, sino al Príncipe de la Paz, a quienes prometen triunfos navales que no vinieron ni era de esperar que viniesen. La oda de Quintanta vive con gloria; y si no con tanta, no ha muerto una de Arriaza.
      También el púlpito, en oraciones fúnebres, ensalzó las glorias de aquel día. Se distinguió entre los sermones con esta ocasión predicados uno que corrió impreso y aplaudido, pronunciado en El Ferrol por el señor Varela, célebre después, siendo comisario de Cruzada, como aficionado y protector de las letras y de las artes.
     La guerra a Napoleón en defensa y sustento de nuestra independencia y gloria, como llena de grandísimos acontecimientos, oscureció la de un período más antiguo. Además, a la moribunda Marina fué no menos funesta la paz y alianza con Inglaterra que lo había sido la imprudente y poco feliz guerra sustentada contra aquel Gobierno. Porque, siendo forzoso atender a lo presente y no más, convertida la atención a los ejércitos, y pareciendo como inútil la Marina de guerra, perecieron carcomidos los navíos, y no se pensó en sustituirlos con otros.
      Hoy ha cesado esta situación, y va resucitando, o aun puede decirse ha resucitado, nuestra Marina de guerra. Aun las reliquias vivas de Trafalgar no han sido olvidadas, y al cabo de cincuenta y seis años sus servicios han tenido una remuneración, si no grande, sin duda decente, y lo que vale más, honrosa. Y si los sucesivos Gobiernos atienden a este ramo del servicio público, la opinión general en este punto los ayuda y estimula.

martes, 7 de junio de 2016

II. Combate a la vista


  
  
     Ajeno yo de toda zozobra, iba paseándome por el lindo campo de Chiclana hacia el mediodía del 20 de octubre, cuando un hombre del pueblo, encontrándome, y saludándome con la cortesía entonces usada fuera de poblado, y queriendo entrar conmigo en conversación, cosa no rara en la franqueza española, me preguntó si no iba al altillo de Santa Ana a ver salir la escuadra. Sorprendióme la noticia, y puse en duda su certeza, pero se ratificó en su dicho quien me la había dado, afirmando que decía lo que había visto. Corrí entonces desalado a la altura, y vi el espectáculo bello para considerado en otras circunstancias, pero en aquéllas dolorosísimo para mí y aun para personas menos interesadas en la suerte de aquellos marinos: el mar poblado de numerosos buques de gran porte, navegando a toda vela, ciñendo el viento, largas las banderas y en ademán de ir a provocar al enemigo.
     Volví apresurado a mi casa, di la fatal noticia, y no estando mi madre para moverse, determinó que con una hermana suya, soltera, y que siempre vivió a su lado, y después al mío hasta morir en edad muy avanzada, pasase yo a Cádiz a averiguar noticias y cuidar de nuestra casa, dejada, por la súbita e inesperada partida de mi padre, en completo abandono.
      Emprendí, pues, mi viaje, que fué por tierra, en un calesín a uso de aquel tiempo. Al atravesar el arrecife que va de la isla de León (hoy San Fernando) a Cádiz, era uso de los carruajes, cuando estaba baja la marea, dejar el piso duro de la carretera por el blando de la playa, por lo cual iban pegados al límite del agua, atravesando con frecuencia las olas por debajo de las ruedas. Desde allí se descubre largo espacio de mar, y cabalmente el lugar donde entonces mismo estaba dándose la acción de recordación tan funesta, aunque a la par gloriosa.
      Divisamos a lo lejos, bien que algo envueltos en nieblas, buques de la Armada. La tarde estaba serena, pero no despejado el horizonte; la mar sin gran movimiento, y el sol, ya declinando, pero todavía distante del ocaso, ni brillaba con toda su luz, ni estaba oculto por nubes. Nos pareció que había humo cerca de los buques; pero a tanta distancia era imposible distinguir qué era humo y qué era niebla.
      Llegamos por fin a Cádiz; era por la tarde. Pasé a casa de un amigo, y no bien había entrado cuando, viniendo otro que lo era de ambos, sin reparar en mi presencia, gritó: <<Subamos a la torre, porque la de vigía ha hecho señal de combate a la vista>>. Inútil era el disimulo, porque yo había oído el terrible anuncio; y así, corrimos todos a la torre, siendo la de la casa en que estábamos una de las más altas y más espaciosas entre las muchas que tienen las casas particulares de aquella ciudad, a la cual sirven de especial adorno vistas desde lejos.
      Las numerosas torres de Cádiz, y hasta las azoteas, desde las cuales algo del mar puede descubrirse, estaban atestadas de gente, de ésta gran parte armada de anteojos de larga vista, instrumento muy común en los gaditanos, para quienes es registrar el mar y las naves que le surcan agradable y constante recreo. Seguía sereno el tiempo, si bien con algunas, pero no claras, señales de cercana borrasca. De la escuadra se veía poco, porque la envolvía, hasta ocultarla, una espesa nube de humo. Pero en las claras hubo de aparecer algún navío desarbolado, dando claro indicio de haber sido recio el combate, pues el viento, hasta entonces manso, y la mar poco o nada picada, no podían haber causado tales averías. De súbito una vivísima llamarada iluminó el mar próximo al horizonte; vióse entre la luz como la figura de un navío, y desapareciendo al momento la espantosa claridad, un tremendo estampido vino muy en breve a anunciar que un navío se había volado. Aun en los indiferentes, si alguno lo era del todo, hizo grande efecto tal espectáculo, mayor que en los demás en mí, como era natural; y con ello, y con ir oscureciendo, bajamos inquietos o afligidos de la torre.
      Cerró la noche, que lo fué de horrorosa incertidumbre, y no sólo para los inmediatamente interesados en la suerte de los que iban en la escuadra, sino aun para lo general de las gentes, a quienes movía toda clase de buenos y nobles afectos, entrando en éstos el del patriotismo.
      Amaneció el día 22 con horroroso aspecto, cubierto el cielo de nubes negras y apiñadas, en cuanto permitía ver lo cerrado del horizonte, cayendo con violencia copiosa lluvia, bramando desatado el viento del SO., allí denominado vendaval, levantándose olas como montes que, según suele suceder en Cádiz en las grandes borrascas, rompían en la muralla con espantoso ruido, rociaban con su espuma los lugares vecinos, y hasta amenazaban con no leve peligro a la tierra y edificios contiguos a la orilla. Consonaba el horror y tristeza que causaba tal espectáculo con el efecto que producía en los ánimos la consideración de desventuras recién ocurridas. Porque, al asomar las gentes a ver la furia de la tempestad, descubría la vista cinco navíos de línea españoles, fondeados en lugar muy inseguro por no haberles permitido el temporal tomar bien el puerto, desmantelados en gran parte; en suma, mostrando señales de la dura pelea que en el día inmediatamente anterior habían sustentado. También aparecía uno que otro navío francés. A más distancia, cuando rompía a trechos y por cortos instantes la espesura de las nubes el furioso viento, se divisaban aquí y allá más navíos, de ellos algunos desarbolados, sin vérseles la bandera, luchando con las olas, y no pudiendo saberse ni quiénes eran ni cuál sería su suerte.
       No obstante ser peligrosa y aun difícil la comunicación por medio de embarcaciones pequeñas en tan recia marejada, pudo al fin irse a los navíos anclados. Entonces empezaron a divulgarse los pasados sucesos. El combate había sido terrible. Al principio no se suponía haber sido de éxito enteramente contrario a las naciones aliadas. Dábase por obra del temporal, sobrevenido de pronto, la vuelta al puerto de los navíos presentes en su boca. En ellos (en el Príncipe de Asturias) venía el general Gravina herido gravemente; pero, según se afirmaba, no de peligro sumo, a lo menos no de peligro inmediato. En el navío Neptuno (otro de los allí presentes) yacía sin conocimiento su comandante, el brigadier don Cayetano Valdés, heroico no menos que lo había sido en el combate del 14 de febrero, ocho años antes, y ahora, sobre herido, atolondrado po haberle caído una pieza gruesa del aparejo sobre la cabeza. De otro navío, también de los venidos del combate, se supo haber muerto su comandante Alcedo. En cuanto a los demás de la escuadra, no a la vista, se ignoraba la suerte de cada navío y la de las personas que llevaban. Hay que añadir que esta incertidumbre duró días, pues hasta el 31 de octubre no supe yo la muerte de mi glorioso aunque desdichado padre.
      Numerosísimo gentío poblaba el muelle. Ni la inclemencia del tiempo impedía que personas aun de las clases superiores y acomodadas y de ambos sexos acudiesen a ofrecerse a los heridos, solicitando a competencia llevárselos a sus casas para su cura y regalo. Fué aquélla la primera ocasión en España durante dilatados años en que se notó lo llamado espíritu público, o digamos tomar parte y aun empeño los individuos privados en un suceso público, en interés por personas con quienes no tenían relaciones de clase alguna. Ni se descuidaba el gobierno. Activo como siempre, Solano había acumulado en el muelle todos cuantos medios de transportar heridos o enfermos tenía Cádiz, en este punto no muy ricos: sillas de manos, que eran entonces allí más que los coches; calesines incómodos, parihuelas. Manifestábanse los gaditanos si no arrepentidos de anteriores injusticias, deseosos de repararlas, porque el mal éxito del combate del cabo de San Vicente (el del 14 de febrero de 1797) los había movido a juicios de desatinada severidad contra nuestros marinos, víctimas en aquel caso de la impericia y rivalidad necia de dos generales, cuando en la ocasión de que voy ahora aquí hablando, venidos a mejores pensamientos, honraban el valor y sacrificios de aquellos mismos a quienes había sido adversa la fortuna.

domingo, 5 de junio de 2016

I. La escuadra, en Cádiz

 

     En el año 1805, España había vuelto a entrar en guerra con la Gran Bretaña, gracias al atentado en plena paz cometido contra cuatro fragatas españolas. Aun los poco adictos a la alianza francesa, que eran y aun puedo decir éramos, a la sazón muy pocos, aprobamos una guerra venida a ser inevitable, si bien censurábamos la desacertada conducta que había dado, si ya no razón, motivo al insulto hecho a nuestra bandera.
     Cádiz fue uno de los puntos en que más se sentía la guerra, limitada a los mares y costas, aunque sus efectos aun en el interior se sintiesen, pero siendo casi nada conocidos. En el mar vecino, a vista de los gaditanos, solía ondear orgullosa la bandera enemiga, a la cual rara vez las aliadas marinas francesa y española se resolvían a hacer frente, reconociendo en ella superior poder debido a circunstancias favorables a una nación, por necesidad y por afición nacida de la necesidad, en alto grado marinera. No se contentaban los ingleses con insultar en cierto modo a Cádiz con su presencia, sino que trataban de dar un duro golpe a las escuadras surtas en el puerto. Las que en septiembre y octubre llenaban la entonces espaciosa bahía eran un tanto numerosas, pero estaban nada bien pertrechadas y mal tripuladas. Sin embargo, reinaba confianza en que, si los ingleses intentaban caer sobre ellas forzando la entrada del puerto, saldrían de su empresa desairados y malparados. Si en los días lejanos del reinado de Felipe II el conde Essex había ganado a Cádiz y saqueádola, en tiempo de harto menos poder para la monarquía española los esfuerzos de las armas británicas contra tan importante punto habían salido vanos. En la decaída España de principios del siglos XVIII, las fuerzas inglesas de mar y tierra, después de ocupar las poblaciones abiertas de Rota y el Puerto de Santa María, se habían estrellado contra el fuertecillo de Matagorda, y embarcándose, no sin mengua, los que saltaron en tierra, retirándose en seguida sus navíos. En 1797, un bombardeo, cuyo objeto más era, al parecer, contra la escuadra que contra la plaza, había tenido poco efecto, reduciéndose a combates en que salieron con honra y ventaja nuestra lanchas cañoneras, siendo de notar que mandaba en esta ocasión las fuerzas agresoras Nelson, cuya fama estaba en sus comienzos, pero cuyo arrojo, ya probado en el combate del cabo de San Vicente, era fianza y seguro vaticinio de su futura gloria. En 1805 el mismo Nelson, ya con la dignidad de Lord y con el crédito que le daban su gran victoria de Aboukir o el Nilo, y su menos claro triunfo de Copenhague, del cual, sin embargo, sacó partido no inferior al que si hubiese sido vencedor podía haber alcanzado; aguijoneado por una ambición noble pero excesiva, por un patriotismo mezclado con odio rencoroso a Francia y por un orgullo nunca enfrenado por la prudencia, de que carecía, y despechado de no haber acertado con las escuadras de sus contrarios, a los cuales había perseguido con actividad pasmosa, pero no con feliz fortuna, venía a ponerse sobre Cádiz con el proyecto declarado de buscar dentro del puerto a sus enemigos, y allí combatirles a todo trance. Por nuestra parte, nos preparábamos a la resistencia con igual ardor, ayudando a la defensa de los navíos las baterías de la costa y ciudad de Cádiz, y numerosas cañoneras.
     Gobernaba a la sazón a Cádiz y Andalucía el general don Francisco Solano, marqués de la Solana por su mujer, y que después heredó de su padre el título de marqués del Socorro, que llevaba en el día de su trágica muerte, en que se hizo notable por su extraordinaria fortaleza. Era Solana un general por otro estilo que los que entonces contaba España, de alta y aventajada estatura, lleno de carnes, de expresiva figura, de presencia marcial, sediento de gloria, no corto de instrucción y aun con algo de literato; finísimo de modales, donde aparecían sus pensamientos de caballero vestidos con la cultura moderna; bastante teatral en sus actos, así militares como civiles; más de militar francés que de español; activo a menudo con exceso, lo cual le movía a obrar en todo más de lo necesario, frecuentemente con alguna precipitación, y no siempre con tino; hombre, en suma, digno de aprecio, y dueño de él y de buen afecto, sobre todo entre las personas ilustradas y de alta y mediana esfera. Había militado por breve plazo en los ejércitos republicanos franceses, y, si no me es infiel mi memoria, al lado del célebre general Moreau. Así es que cuando este afamado guerrero vino a Cádiz, de paso para los Estados Unidos, adonde le enviaba desterrado Napoleón, Solano, a pesar de no ser contrario del novel emperador francés, se esmeró en obsequiar al ilustre proscripto, traspasando tal vez en sus atenciones los límites de la prudencia. Solano había sucedido al no menos nombrado don Tomás de Morla, sujeto muy de otra clase, y en sus singularidades muy distante de estar falto de talento. Pero aunque Morla era militar instruido, y oficial facultativo de la mejor nota, era su sucesor más soldado, siendo además el mérito de este último el entusiasmo de que el otro carecía. Dióse, pues, Solano a multiplicar y ensayar medios de defensa, así de la plaza de Cádiz y la vecina costa como de las escuadras de que las fortalezas de tierra eran amparo, en adición al que les daban sus cañones. Volvíase todo revistas, simulacros (voz hasta entonces no oída en España, si no es tratándose de templos y aras de falsos dioses), y probar cañones para cerciorarse del alcance de los fuegos. A todo acudía solícito el general, fastuoso en sus alardes, sin descuidar por esto el gobierno civil, pues, al revés, era amigo de fiesta y de mejores materiales.
    Entretanto, las escuadras seguían en su fondeadero, si amenazadas, con harta probabilidad de rechazar a un agresor temerario. Más de treinta navíos de línea, ondeando en unos la bandera tricolor, en otros la amarilla y encarnada, poblaban la bahía gaditana, dilatándose su línea desde la boca del puerto, en el lugar llamado Berreadero, hasta las inmediaciones del arsenal de la Carraca. Allí apareció por última vez una numerosa escuadra de nuestra entonces ya decaída Marina, pocos años antes tan floreciente, a lo menos a primera vista y por el indudable mérito de muchos de nuestros oficiales, si bien cuerpo de más viso que robustez, por faltarle el elemento de una buena y numerosa marinería, y estar fuera de proporción con la marina mercante.
     Mandaba, como es sabido, la escuadra combinada el almirante francés Villeneuve; valiente en la pelea, tímido e irresoluto en el consejo, no sin razón persuadido de la ventaja que a los suyos y a los nuestros llevaban los ingleses, y desaprobador de los planes de su emperador, por lo cual tenía como general el grave inconveniente de ser ejecutor de lo que desaprobaba.
     Menudeaban los consejos de generales a bordo. La escuadra inglesa estaba a la vista como desafiando a sus contrarios. Aun no había llegado a tomar de nuevo el mando de ella Nelson, quien no mucho antes había pasado a Inglaterra por pocos días; pero su llegada era dada por varios como hecho ya ocurrido, y por los demás como cercano. Se sabía o se suponía que Napoleón ansiaba por que sus marinos probasen sus fuerzas con la de los odiados isleños en combate.
     A un Consejo de guerra celebrado para decidir si habría o no de salirse a la mar en busca del enemigo, fueron convocados dos brigadieres, uno de los cuales era mi padre don Dionisio, a la sazón próximo a recibir la faja de jefe de escuadra por haber sido novísimamente nombrado comandante general de pilotos, así como por sus antiguos, señalados y mal premiados servicios; hombre, en fin, a quien me es lícito calificar de varón ilustre, pues tal le juzgaban sus contemporáneos. En el Consejo de guerra quedó resuelto que las escuadras no saliesen, y a tal resolución contribuyó como quien más mi padre, cuya opinión era, y en aquel caso fué, que empeñándose un combate general era probabilísimo fuese de los enemigos la victoria, siendo grande la probabilidad contraria si se arrojaba Nelson a embestir con los nuestros en el puerto.
     Estando así las cosas, en el 18 de octubre hube yo de salir para Chiclana con mi familia, siendo el objeto de nuestro viaje mirar por la salud de mi madre, a quien aconsejaban los médicos pasar una temporada en el campo por estar convaleciente de una grave enfermedad, sobre sus achaques y padecimientos grandes y continuos. Hicimos el viaje por agua, llevándonos mi padre en su bote, y, llegados, se despidió asegurando que volvería dentro de tres o cuatro días pues era seguro que no saldría la escuadra. Despedida fué, que apenas lo era, por ser separación por breve plazo y a corta distancia, pero que vino a serlo de aquellas que sólo en mejor vida terminan, si es que las almas igualmente felices pueden renovar los lazos que las unieron en el mundo.

sábado, 4 de junio de 2016

Lo próximo


Las tres siguientes entradas del blog las dedicaré a transcribir Cádiz en los días del combate de Trafalgar, el segundo capítulo de la autobiografía Recuerdos de un anciano, de Antonio Alcalá Galiano. Si quieres conocer cómo se vivió en la bahía gaditana aquel enfrentamiento, así como descubrir algunos de sus entresijos, te recomiendo su lectura.


lunes, 30 de mayo de 2016

¿Quién es usted?


     
     
     Crossfire, de 1947, llamada Encrucijada de odios en España, es una película de cine negro con unas gotas de drama social. Su escala es pequeña pero está bien construida. Entre sus actores destacan Robert Ryan, en otro papel de hombre turbio (de parecerlo, el tipo me era antipático; ahora lo aprecio), y Robert Mitchum, como persona recia y generosa. Que Encrucijada de odios sea un buen policíaco, o que lo sostengan actores solventes no es, con todo, lo que a mí más me interesa. Que en ella habite el personaje de The Man lo es. The Man, interpretado por Paul Kelly, sólo aparece en pantalla unos minutos, y su papel tiene poco que ver con la trama. Su nombre nunca llega a escucharse, y sólo por los títulos de crédito le conocemos como El Hombre, un apelativo genérico. Sin embargo, su actuación resulta memorable.

     Pongámonos en situación. Se ha cometido un crimen, y la policía busca como sospechoso a un soldado de nombre Mitchell. Desconcertado por sus problemas personales, confundido por el alcohol, Mitchell deambula por la ciudad encendida, ignorando la tesitura en la que se encuentra. En ese estado llega a un bar, donde se encapricha de una prostituta que bebe con los clientes; él a ella le cae simpático y como ve que es buen muchacho, le da las llaves de su apartamento, pidiéndole que la espere allí mientras ella termina en el bar. Mitchell, sin salir de su estupor alcohólico, se presenta en la casa y echándose en una cama se queda dormido. Cuando despierta, aún es de noche. Está solo, y sigue igualmente confundido. Es el momento en que un hombre entra en el piso y conversa con él:

Mitchell: ¿Quién es usted?
The Man: Soy un hombre que la está esperando. [Se refiere a la chica del bar, Ginny]. ¿Le parece bien?
M: Claro.
TM: ¿Quiere café?
M: Bueno.
TM: Soy su marido. El marido de Ginny. [Pausa]. Yo era soldado. Me falló el corazón. [Pausa]. Se estará preguntando qué es lo que ocurre aquí, ¿verdad?
M: Sí, supongo que sí.
TM: Bueno, pues pregúntele a ella. Era una perdida cuando nos casamos. Al principio no lo sabía, pero lo supe antes de casarme. Ese fue uno de los motivos por los que me enlisté, para alejarme de ella. Pero luego no pensaba sino en dejarlo y volver. Cuando volví, ella no me quería. Tiene gracia, ¿no? Pero aún la deseo. Todavía la quiero. [Pausa]. ¿Sabe todo esto que le acabo de contar? Es mentira.
M: Ya veo.
TM: No soy su marido. La conocí igual que usted, en el garito. No puedo alejarme de ella. Quiero que nos casemos, pero ella no me quiere.
M: Ya veo
TM: ¿Se lo cree? Bueno, pues eso también es mentira. No la quiero, y no quiero casarme con ella. Ella hace allí un buen dinero. ¿Lleva usted dinero encima?
M: No
TM: Ella a veces hace un buen dinero. [Pausa]. Oiga. ¿Cree usted que yo podría ser soldado? Quizás en el Ejército. Alcanzar un buen puesto y haber ganado algún dinero para cuando empiece la próxima guerra.
M: ¿Por qué no?
TM: ¿Por qué no? Porque no quiero. ¿Para qué iba yo a querer ser soldado? Soy demasiado inquieto. No sé lo que quiero hacer. [Pausa]. ¿La va a esperar?
M: No lo sé.
TM: Bueno, pues espérela si quiere. Así me tome el café, me echaré una siesta. ¿Tiene cigarrillos?
M: No.

     The Man afirma siempre con la misma severidad, con la misma contundencia, y nada distingue en su discurso la verdad de la mentira. En su siguiente aparición, la última, cuando la policía da con él trazando los pasos de Mitchell, ocurre lo mismo. The Man reconoce entonces que habló con el soldado, y sin que nadie le pida más explicaciones, añade:

TM: Me odia, sí. [Se refiere a Ginny]. Me odia sin duda. Estuve en el Ejército. Me dieron de baja con deshonor. Soy su marido. Hemos estado separados, pero todavía la quiero. No quiero el divorcio. No sé lo que hacer. Hicimos muchos planes, pero se quedaron en nada. Estaré por aquí si me necesitan.

     Esto último lo dice siguiendo a un policía, que se marcha sin prestarle atención. Así, ¿quién es The Man? ¿Quién es este personaje? ¿Y cuál de sus historias es la buena? Parece imposible saberlo, cuando cada una de sus afirmaciones contradice a la anterior. Incluso la final, ante la policía, difiere de la primera que contó al soldado, pues no habla de sus problemas de corazón, sino de una licencia militar “con deshonor”. ¿Tiene algo Internet que decir al respecto?

      Poco. La opinión más interesante me parece la del cinéfilo Chuck Stephens, para el que Paul Kelly representa al hombre americano de mediados del siglo XX. La clave de esta interpretación, creo entender, la ofrece el mismo apelativo del personaje. En pantalla vemos al hombre que volvió de la guerra, no triunfante, sino perdido, que vio que lo que había soñado para el tiempo de paz no se iba a cumplir. La guerra, según Stephens, desquició a The Man, y por eso no podemos saber si se trata realmente de un marido, de un proxeneta, o de un psicópata. Es así porque el americano de su tiempo es un hombre dividido. La opinión es lúcida, aunque quizás excesivamente amplia. Yo no voy tan lejos. 

     Creo que las diferencias en el relato pueden deberse a la dificultad del soldado para recordar lo que The Man le contó. Al fin y al cabo la escena del diálogo forma parte de un flashback, con el que Mitchell explica lo que vivió esa noche. El guionista, en vez de mostrarle diciendo “no recuerdo bien lo que escuché; tal vez fuera esto, o esto otro; yo no estaba en mis cabales”, compone, quizás, a un The Man que es, al mismo tiempo, todo lo que Mitchell escuchó o creyó escuchar. Y en el que las dudas se expresan con un "es mentira". Tengo presente que Mitchell es un narrador no fiable, tal como la crítica literaria lo denomina. Así, el auténtico The Man sería el último, el que la policía puede escuchar de viva voz.

      Sólo son suposiciones, pues nada lo define claramente. Mejor así, en realidad, porque en lo chocante, lo enigmático que resulta el personaje de Paul Kelly es donde reside su encanto. Aquí no hay engaño.


PD: En YouTube puedes encontrar el diálogo. Eso sí, en inglés: https://www.youtube.com/watch?v=CUcGCi29XJE

jueves, 31 de marzo de 2016

Tranquilas, señoras


   Viendo Las mujeres de verdad tienen curvas, en el original, curioso de saber qué ha hecho el traductor con un giro, recupero la escena y pongo el subtítulo.

   La protagonista, enfadada, se aleja con paso firme de su madre, que la sigue con dificultad por la calle mientras grita su nombre. Se trata sólo de un roce familiar, pero un policía que pasa por allí les da el alto. Este escucha sus explicaciones y, después de tener un momento de duda, se retira diciendo "Knock yourselves out, ladies". "Tranquilas, señoras", indica el subtítulo.

   Pero el sentido de la frase en inglés, compruebo, es otro. El policía, en realidad, lo que dice es "A lo que iban, señoras. Si quieren seguir, háganlo hasta reventar. Yo me desentiendo", o, en otras palabras, "Allá ustedes, señoras". Viene a ser lo contrario de lo que se lee en la pantalla. Me imagino que el traductor tomaría la frase "to knock out", dejar inconsciente, como referencia para su versión. "Cesen de un golpe lo que están haciendo, señoras. Tranquilidad", pudo ser lo que entendió. Sólo así me lo explico.

   Con cara de desconfianza, como la protagonista, retomo la trama de la película.

viernes, 22 de enero de 2016

Para gobernarlos a todos




Entre las nociones políticas y religiosas que figuran en Las consecuencias de la Reforma, de Hugo Ball, hay un párrafo distinto, cuyo cariz fantástico me sustrae del relato. Es este:

[Bismarck] era el hombre más alemán y logró entregar a una nación narcotizada y encadenada a la aristocracia. Fundió todas las coronas en un poderoso anillo y a él vinculó un gran pueblo esclavizándolo espantosamente sin que éste aún hoy día haya sido capaz de percibirlo.

Hugo Ball hizo una censura de Bismarck sirviéndose de un anillo ideal, cuyas propiedades me remiten, inevitablemente, al anillo de Tolkien. Enseguida me pregunto, ¿cuál es la conexión? El texto de Ball es de 1924, y J.R.R. Tolkien no empezó a escribir El Señor de los Anillos hasta 1937. ¿Pudo aquel ser un precursor de este? ¿Hay algún otro antecedente?

El anillo de Tolkien apareció por primera vez en El hobbit, a principios de los años 30, pero no fue hasta El Señor de los Anillos que su autor lo imaginó con su poder definitivo (hasta entonces sólo hacía invisible al que lo llevara). Recordemos que el Anillo Único era un arma mágica, que daba a su creador, Sauron, distintas dotes, entre ellas la de controlar a los reyes de los hombres que portaran los anillos que él había fabricado y, secretamente, vinculado al Único. Ball ideó un anillo de autoridad similar, al componer la metáfora del dominio de Bismarck sobre Alemania. Reyes y príncipes de una Alemania sin unificar quedaban, por él, sujetos al imperio de un Señor Oscuro; cabezas coronadas eran sometidas al creador de una prenda mística por una ligazón secreta; reyes y súbditos, en definitiva, vivían reducidos sin saberlo a la condición de esclavos de un individuo despiadado. La similitud es clara, pero no certifica por sí sola la influencia de Ball sobre Tolkien.

Menos aún si consideramos la mención habitual a Wagner y su El anillo del nibelungo (1876) como precursor del Anillo. Acaso Ball se inspiró en el compositor alemán, como pudiera hacerlo el mismo Tolkien. La idea de un anillo que domina el mundo, gracias a una forja singular, se encuentra en la ópera de Wagner, como muestra la estrofa “La heredad del mundo / la ganaría aquel hombre / que del Oro del Rin / pudiera fabricar el Anillo / que le diese un poder ilimitado”. El metal labrado de Wagner tiene además una influencia perversa sobre todo el que lo lleva, a excepción de su creador: genera el deseo de poseerlo, pero luego hace desdichado al que lo tiene (en la novela del escritor inglés, la suerte de Gollum muestra esta semejanza). Con todo, los versos del músico alemán no revelan un nexo parecido al que se establece entre las preseas de Hugo Ball y Tolkien; no hay en él reyes de los hombres ni pujanzas de control secretas. Para salir de dudas, decido consultar con el bloguero Andrew Rilstone, un inteligente lector de Tolkien. Me contesta:

Tolkien negó siempre que el anillo de Wagner influyera en El Señor de los Anillos, y tal vez aquí fuera una poco insincero. En el mito nibelungo original, el Anillo no es más que un poderoso objeto mágico —sin duda es Wagner quien introduce la idea de que el portador del Anillo domina el mundo. "Fundió todas las coronas en un poderoso anillo" está lejos de ser lo que ocurre en Wagner o Tolkien. Supongo que Hugo Ball tenía a Wagner rondando en la cabeza al escribir sobre Bismarck.

Una precisión. Yo discuto a Rilstone la cuestión de las coronas. Tanto en Wagner como en Ball se forja un anillo con un símbolo de poder (oro en un caso, coronas en el otro); y, por otro lado, los reyes de Alemania aun sin sus coronas son cabezas coronadas, de modo que existe un vínculo con el objeto mágico que las contiene, una unión que remite a Tolkien y a sus nueve reyes de los hombres (los Nazgûl).

Continúo. Es conocida la influencia que en Wagner y en Tolkien ejerció la mitología nórdica (el mito nibelungo original, al que Rilstone se refiere), cuyos motivos —el anillo de poder, el encantamiento, el mal que lleva— integraron sus obras. Sin embargo, si el anillo que domina el mundo es wagneriano, como mi contacto en Internet indica, debemos señalar que Tolkien lo sigue, lo reconozca él o no. Tal vez podría decirse lo mismo del nefasto ascendiente de la endiablada sortija, punto último aquí de controversia. Para el profesor Jamie McGregor, que escribe en Mythlore, dedicada revista sobre literatura fantástica, sí hay diferencia entre ambos: “El poder [que el anillo de Tolkien] genera no es financiero, sino fáustico; no funciona mediante la acumulación de riquezas terrenales, sino impartiendo su influencia siniestra sobre las mismas almas de aquellos a los que domina”. Estas aclaraciones son útiles, pero no resuelven la duda inicial, que sigue sin una respuesta suficiente.

Así debe quedar, a falta de otras noticias. La obra de Wagner, con ser ineludible, no acredita la coincidencia entre Hugo Ball y Tolkien, tal como aquí se considera. Puede que el escritor inglés elaborara su propio Anillo, sin tener en cuenta a Ball; puede que tomara ideas prestadas del escritor alemán, aunque de esto no hay ningún registro, que yo sepa; o puede que exista un tercer autor, para mí desconocido, que tanto Ball como Tolkien tuvieron en mente al escribir, y que impulsó sus conclusiones. La cuestión, de momento, está abierta.

lunes, 11 de enero de 2016

Una canción de Bowie


                                       Amlapura

     Ey, ey, es el gran velero / navega de través hacia Java /
     abrid paso va a Java / atento a los bugineses

     Ey, ey, es una ensoñación / te haría arder si murieras /
     ey, ey, yo ardería también / si yacieras sobre esa pira de bambú

     Sueño con Amlapura / en mi vida vi una joya tan brillante /
     sueño con Amlapura / con un océano o un sueño de una princesa de piedra

     Ey, ey, rosas doradas en torno a la boca de un rajá /
     ey, ey, todos los niños muertos enterrados de pie /
     un holandés errante / cañón humeante y viento de especias

     Sueño con Amlapura / en mi vida vi una joya tan brillante /
     sueño con Amlapura / con un océano o un sueño de una princesa de piedra



David Bowie escribió "Amlapura" en 1989, después de visitar esta ciudad de Bali. La canción evoca las viejas navegaciones holandesas y el encanto sostenido de las Indias Orientales. Mi idea es conmemorar con ella al músico, sin más apunte. Únicamente que los bugineses son un pueblo de Indonesia, que en la época colonial se dedicaba a la piratería. Puedes escuchar la canción aquí: https://www.youtube.com/watch?v=2qCXUldOf1s