En el año 1805, España
había vuelto a entrar en guerra con la Gran Bretaña, gracias al
atentado en plena paz cometido contra cuatro fragatas españolas. Aun
los poco adictos a la alianza francesa, que eran y aun puedo decir
éramos, a la sazón muy pocos, aprobamos una guerra venida a ser
inevitable, si bien censurábamos la desacertada conducta que había
dado, si ya no razón, motivo al insulto hecho a nuestra bandera.
Cádiz fue uno de los
puntos en que más se sentía la guerra, limitada a los mares y
costas, aunque sus efectos aun en el interior se sintiesen, pero
siendo casi nada conocidos. En el mar vecino, a vista de los
gaditanos, solía ondear orgullosa la bandera enemiga, a la cual rara
vez las aliadas marinas francesa y española se resolvían a hacer
frente, reconociendo en ella superior poder debido a circunstancias
favorables a una nación, por necesidad y por afición nacida de la
necesidad, en alto grado marinera. No se contentaban los ingleses con
insultar en cierto modo a Cádiz con su presencia, sino que trataban
de dar un duro golpe a las escuadras surtas en el puerto. Las que en
septiembre y octubre llenaban la entonces espaciosa bahía eran un
tanto numerosas, pero estaban nada bien pertrechadas y mal
tripuladas. Sin embargo, reinaba confianza en que, si los ingleses
intentaban caer sobre ellas forzando la entrada del puerto, saldrían
de su empresa desairados y malparados. Si en los días lejanos del
reinado de Felipe II el conde Essex había ganado a Cádiz y
saqueádola, en tiempo de harto menos poder para la monarquía
española los esfuerzos de las armas británicas contra tan
importante punto habían salido vanos. En la decaída España de
principios del siglos XVIII, las fuerzas inglesas de mar y tierra,
después de ocupar las poblaciones abiertas de Rota y el Puerto de
Santa María, se habían estrellado contra el fuertecillo de
Matagorda, y embarcándose, no sin mengua, los que saltaron en
tierra, retirándose en seguida sus navíos. En 1797, un bombardeo,
cuyo objeto más era, al parecer, contra la escuadra que contra la
plaza, había tenido poco efecto, reduciéndose a combates en que
salieron con honra y ventaja nuestra lanchas cañoneras, siendo de
notar que mandaba en esta ocasión las fuerzas agresoras Nelson, cuya
fama estaba en sus comienzos, pero cuyo arrojo, ya probado en el
combate del cabo de San Vicente, era fianza y seguro vaticinio de su
futura gloria. En 1805 el mismo Nelson, ya con la dignidad de Lord y
con el crédito que le daban su gran victoria de Aboukir o el Nilo, y
su menos claro triunfo de Copenhague, del cual, sin embargo, sacó
partido no inferior al que si hubiese sido vencedor podía haber
alcanzado; aguijoneado por una ambición noble pero excesiva, por un
patriotismo mezclado con odio rencoroso a Francia y por un orgullo
nunca enfrenado por la prudencia, de que carecía, y despechado de no
haber acertado con las escuadras de sus contrarios, a los cuales
había perseguido con actividad pasmosa, pero no con feliz fortuna,
venía a ponerse sobre Cádiz con el proyecto declarado de buscar
dentro del puerto a sus enemigos, y allí combatirles a todo trance.
Por nuestra parte, nos preparábamos a la resistencia con igual
ardor, ayudando a la defensa de los navíos las baterías de la costa
y ciudad de Cádiz, y numerosas cañoneras.
Gobernaba a la sazón a
Cádiz y Andalucía el general don Francisco Solano, marqués de la
Solana por su mujer, y que después heredó de su padre el título de
marqués del Socorro, que llevaba en el día de su trágica muerte,
en que se hizo notable por su extraordinaria fortaleza. Era Solana un
general por otro estilo que los que entonces contaba España, de alta
y aventajada estatura, lleno de carnes, de expresiva figura, de
presencia marcial, sediento de gloria, no corto de instrucción y aun
con algo de literato; finísimo de modales, donde aparecían sus
pensamientos de caballero vestidos con la cultura moderna; bastante
teatral en sus actos, así militares como civiles; más de militar
francés que de español; activo a menudo con exceso, lo cual le
movía a obrar en todo más de lo necesario, frecuentemente con
alguna precipitación, y no siempre con tino; hombre, en suma, digno
de aprecio, y dueño de él y de buen afecto, sobre todo entre las
personas ilustradas y de alta y mediana esfera. Había militado por
breve plazo en los ejércitos republicanos franceses, y, si no me es
infiel mi memoria, al lado del célebre general Moreau. Así es que
cuando este afamado guerrero vino a Cádiz, de paso para los Estados
Unidos, adonde le enviaba desterrado Napoleón, Solano, a pesar de no
ser contrario del novel emperador francés, se esmeró en obsequiar
al ilustre proscripto, traspasando tal vez en sus atenciones los
límites de la prudencia. Solano había sucedido al no menos nombrado
don Tomás de Morla, sujeto muy de otra clase, y en sus
singularidades muy distante de estar falto de talento. Pero aunque
Morla era militar instruido, y oficial facultativo de la mejor nota,
era su sucesor más soldado, siendo además el mérito de este último
el entusiasmo de que el otro carecía. Dióse, pues, Solano a
multiplicar y ensayar medios de defensa, así de la plaza de Cádiz y
la vecina costa como de las escuadras de que las fortalezas de tierra
eran amparo, en adición al que les daban sus cañones. Volvíase
todo revistas, simulacros (voz hasta entonces no oída en España, si
no es tratándose de templos y aras de falsos dioses), y probar cañones
para cerciorarse del alcance de los fuegos. A todo acudía solícito
el general, fastuoso en sus alardes, sin descuidar por esto el
gobierno civil, pues, al revés, era amigo de fiesta y de mejores
materiales.
Entretanto, las
escuadras seguían en su fondeadero, si amenazadas, con harta
probabilidad de rechazar a un agresor temerario. Más de treinta
navíos de línea, ondeando en unos la bandera tricolor, en otros la
amarilla y encarnada, poblaban la bahía gaditana, dilatándose su
línea desde la boca del puerto, en el lugar llamado Berreadero,
hasta las inmediaciones del arsenal de la Carraca. Allí apareció
por última vez una numerosa escuadra de nuestra entonces ya decaída
Marina, pocos años antes tan floreciente, a lo menos a primera vista
y por el indudable mérito de muchos de nuestros oficiales, si bien
cuerpo de más viso que robustez, por faltarle el elemento de una
buena y numerosa marinería, y estar fuera de proporción con la
marina mercante.
Mandaba, como es sabido,
la escuadra combinada el almirante francés Villeneuve; valiente en
la pelea, tímido e irresoluto en el consejo, no sin razón
persuadido de la ventaja que a los suyos y a los nuestros llevaban
los ingleses, y desaprobador de los planes de su emperador, por lo
cual tenía como general el grave inconveniente de ser ejecutor de lo
que desaprobaba.
Menudeaban los consejos
de generales a bordo. La escuadra inglesa estaba a la vista como
desafiando a sus contrarios. Aun no había llegado a tomar de nuevo
el mando de ella Nelson, quien no mucho antes había pasado a
Inglaterra por pocos días; pero su llegada era dada por varios como
hecho ya ocurrido, y por los demás como cercano. Se sabía o se
suponía que Napoleón ansiaba por que sus marinos probasen sus
fuerzas con la de los odiados isleños en combate.
A un Consejo de guerra
celebrado para decidir si habría o no de salirse a la mar en busca
del enemigo, fueron convocados dos brigadieres, uno de los cuales era
mi padre don Dionisio, a la sazón próximo a recibir la faja de jefe
de escuadra por haber sido novísimamente nombrado comandante general
de pilotos, así como por sus antiguos, señalados y mal premiados
servicios; hombre, en fin, a quien me es lícito calificar de varón
ilustre, pues tal le juzgaban sus contemporáneos. En el Consejo de
guerra quedó resuelto que las escuadras no saliesen, y a tal
resolución contribuyó como quien más mi padre, cuya opinión era,
y en aquel caso fué, que empeñándose un combate general era
probabilísimo fuese de los enemigos la victoria, siendo grande la
probabilidad contraria si se arrojaba Nelson a embestir con los
nuestros en el puerto.
Estando así las cosas,
en el 18 de octubre hube yo de salir para Chiclana con mi familia,
siendo el objeto de nuestro viaje mirar por la salud de mi madre, a
quien aconsejaban los médicos pasar una temporada en el campo por
estar convaleciente de una grave enfermedad, sobre sus achaques y
padecimientos grandes y continuos. Hicimos el viaje por agua,
llevándonos mi padre en su bote, y, llegados, se despidió
asegurando que volvería dentro de tres o cuatro días pues era seguro
que no saldría la escuadra. Despedida fué, que apenas lo era, por
ser separación por breve plazo y a corta distancia, pero que vino a
serlo de aquellas que sólo en mejor vida terminan, si es que las
almas igualmente felices pueden renovar los lazos que las unieron en
el mundo.
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