Ajeno yo de toda zozobra, iba paseándome por el lindo campo de Chiclana hacia el mediodía del 20 de octubre, cuando un hombre del pueblo, encontrándome, y saludándome con la cortesía entonces usada fuera de poblado, y queriendo entrar conmigo en conversación, cosa no rara en la franqueza española, me preguntó si no iba al altillo de Santa Ana a ver salir la escuadra. Sorprendióme la noticia, y puse en duda su certeza, pero se ratificó en su dicho quien me la había dado, afirmando que decía lo que había visto. Corrí entonces desalado a la altura, y vi el espectáculo bello para considerado en otras circunstancias, pero en aquéllas dolorosísimo para mí y aun para personas menos interesadas en la suerte de aquellos marinos: el mar poblado de numerosos buques de gran porte, navegando a toda vela, ciñendo el viento, largas las banderas y en ademán de ir a provocar al enemigo.
Volví apresurado a mi casa, di la fatal noticia, y no estando mi madre para moverse, determinó que con una hermana suya, soltera, y que siempre vivió a su lado, y después al mío hasta morir en edad muy avanzada, pasase yo a Cádiz a averiguar noticias y cuidar de nuestra casa, dejada, por la súbita e inesperada partida de mi padre, en completo abandono.
Emprendí, pues, mi
viaje, que fué por tierra, en un calesín a uso de aquel tiempo. Al
atravesar el arrecife que va de la isla de León (hoy San Fernando) a
Cádiz, era uso de los carruajes, cuando estaba baja la marea, dejar
el piso duro de la carretera por el blando de la playa, por lo cual
iban pegados al límite del agua, atravesando con frecuencia las olas
por debajo de las ruedas. Desde allí se descubre largo espacio de
mar, y cabalmente el lugar donde entonces mismo estaba dándose la
acción de recordación tan funesta, aunque a la par gloriosa.
Divisamos a lo lejos,
bien que algo envueltos en nieblas, buques de la Armada. La tarde
estaba serena, pero no despejado el horizonte; la mar sin gran
movimiento, y el sol, ya declinando, pero todavía distante del
ocaso, ni brillaba con toda su luz, ni estaba oculto por nubes. Nos
pareció que había humo cerca de los buques; pero a tanta distancia
era imposible distinguir qué era humo y qué era niebla.
Llegamos por fin a
Cádiz; era por la tarde. Pasé a casa de un amigo, y no bien había
entrado cuando, viniendo otro que lo era de ambos, sin reparar en mi
presencia, gritó: <<Subamos a la torre, porque la de vigía ha
hecho señal de combate a la vista>>.
Inútil era el disimulo, porque yo había oído el terrible anuncio;
y así, corrimos todos a la torre, siendo la de la casa en que
estábamos una de las más altas y más espaciosas entre las muchas
que tienen las casas particulares de aquella ciudad, a la cual sirven
de especial adorno vistas desde lejos.
Las
numerosas torres de Cádiz, y hasta las azoteas, desde las cuales
algo del mar puede descubrirse, estaban atestadas de gente, de ésta
gran parte armada de anteojos de larga vista, instrumento muy común
en los gaditanos, para quienes es registrar el mar y las naves que le
surcan agradable y constante recreo. Seguía sereno el tiempo, si
bien con algunas, pero no claras, señales de cercana borrasca. De la
escuadra se veía poco, porque la envolvía, hasta ocultarla, una
espesa nube de humo. Pero en las claras hubo de aparecer algún navío
desarbolado, dando claro indicio de haber sido recio el combate, pues
el viento, hasta entonces manso, y la mar poco o nada picada, no
podían haber causado tales averías. De súbito una vivísima
llamarada iluminó el mar próximo al horizonte; vióse entre la luz
como la figura de un navío, y desapareciendo al momento la espantosa
claridad, un tremendo estampido vino muy en breve a anunciar que un
navío se había volado. Aun en los indiferentes, si alguno lo era
del todo, hizo grande efecto tal espectáculo, mayor que en los demás
en mí, como era natural; y con ello, y con ir oscureciendo, bajamos
inquietos o afligidos de la torre.
Cerró
la noche, que lo fué de horrorosa incertidumbre, y no sólo para los
inmediatamente interesados en la suerte de los que iban en la
escuadra, sino aun para lo general de las gentes, a quienes movía
toda clase de buenos y nobles afectos, entrando en éstos el del
patriotismo.
Amaneció
el día 22 con horroroso aspecto, cubierto el cielo de nubes negras y
apiñadas, en cuanto permitía ver lo cerrado del horizonte, cayendo
con violencia copiosa lluvia, bramando desatado el viento del SO.,
allí denominado vendaval, levantándose olas como montes que, según
suele suceder en Cádiz en las grandes borrascas, rompían en la
muralla con espantoso ruido, rociaban con su espuma los lugares
vecinos, y hasta amenazaban con no leve peligro a la tierra y
edificios contiguos a la orilla. Consonaba el horror y tristeza que
causaba tal espectáculo con el efecto que producía en los ánimos
la consideración de desventuras recién ocurridas. Porque, al asomar
las gentes a ver la furia de la tempestad, descubría la vista cinco
navíos de línea españoles, fondeados en lugar muy inseguro por no
haberles permitido el temporal tomar bien el puerto, desmantelados en
gran parte; en suma, mostrando señales de la dura pelea que en el
día inmediatamente anterior habían sustentado. También aparecía
uno que otro navío francés. A más distancia, cuando rompía a
trechos y por cortos instantes la espesura de las nubes el furioso
viento, se divisaban aquí y allá más navíos, de ellos algunos
desarbolados, sin vérseles la bandera, luchando con las olas, y no
pudiendo saberse ni quiénes eran ni cuál sería su suerte.
No
obstante ser peligrosa y aun difícil la comunicación por medio de
embarcaciones pequeñas en tan recia marejada, pudo al fin irse a los
navíos anclados. Entonces empezaron a divulgarse los pasados
sucesos. El combate había sido terrible. Al principio no se suponía
haber sido de éxito enteramente contrario a las naciones aliadas.
Dábase por obra del temporal, sobrevenido de pronto, la vuelta al
puerto de los navíos presentes en su boca. En ellos (en el Príncipe
de Asturias) venía el general
Gravina herido gravemente; pero, según se afirmaba, no de peligro
sumo, a lo menos no de peligro inmediato. En el navío Neptuno
(otro de los allí presentes) yacía sin conocimiento su comandante,
el brigadier don Cayetano Valdés, heroico no menos que lo había
sido en el combate del 14 de febrero, ocho años antes, y ahora,
sobre herido, atolondrado po haberle caído una pieza gruesa del
aparejo sobre la cabeza. De otro navío, también de los venidos del
combate, se supo haber muerto su comandante Alcedo. En cuanto a los
demás de la escuadra, no a la vista, se ignoraba la suerte de cada
navío y la de las personas que llevaban. Hay que añadir que esta
incertidumbre duró días, pues hasta el 31 de octubre no supe yo la
muerte de mi glorioso aunque desdichado padre.
Numerosísimo
gentío poblaba el muelle. Ni la inclemencia del tiempo impedía que
personas aun de las clases superiores y acomodadas y de ambos sexos
acudiesen a ofrecerse a los heridos, solicitando a competencia
llevárselos a sus casas para su cura y regalo. Fué aquélla la
primera ocasión en España durante dilatados años en que se notó
lo llamado espíritu público, o digamos tomar parte y aun empeño
los individuos privados en un suceso público, en interés por
personas con quienes no tenían relaciones de clase alguna. Ni se
descuidaba el gobierno. Activo como siempre, Solano había acumulado
en el muelle todos cuantos medios de transportar heridos o enfermos
tenía Cádiz, en este punto no muy ricos: sillas de manos, que eran
entonces allí más que los coches; calesines incómodos, parihuelas.
Manifestábanse los gaditanos si no arrepentidos de anteriores
injusticias, deseosos de repararlas, porque el mal éxito del combate
del cabo de San Vicente (el del 14 de febrero de 1797) los había
movido a juicios de desatinada severidad contra nuestros marinos,
víctimas en aquel caso de la impericia y rivalidad necia de dos
generales, cuando en la ocasión de que voy ahora aquí hablando,
venidos a mejores pensamientos, honraban el valor y sacrificios de
aquellos mismos a quienes había sido adversa la fortuna.
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