jueves, 9 de abril de 2020

Escuderas



        
        Vikings es una serie del canal History que, con buena ambientación, querencia al folletín y un toque de fantasía, ofrece llamativas aventuras de la época vikinga. He llegado hasta la cuarta temporada, algo cansado de sus efectismos pero en conjunto satisfecho, no menos porque me da ocasión de comentar aquí un aspecto suyo. ¿De qué se trata? Como drama histórico, Vikings inventa lo que ignoramos de la época, y cambia también hechos conocidos a fin de ofrecer un relato más apetecible. Son licencias que tienen mejor o peor encaje dependiendo del espectador, como es natural: a mí me parece bien, por ejemplo, que de los dos asedios vikingos a París se haga uno solo; dudo, en cambio, de la necesidad de otros arreglos, en particular del que me lleva hoy a escribir: el de la presencia habitual, en las filas vikingas, de guerreras en un número notable.
        Es algo que me extraña, y en mi extrañeza recurro a Internet, que me confirma en ella: la historicidad de las doncellas escuderas, como se las conoce en la serie, es un hecho discutido, con una base arqueológica y documental exigua que no permite situarlas de costumbre en los campos de batalla del medievo. La fama de estas guerreras se debe principalmente a las sagas nórdicas, literatura mítica que no ofrece certezas sobre su realidad. Vista la evidencia, no me cuesta creer que algunas escandinavas tomaran las armas, si la situación lo exigía, o que hubiese casos singulares de habitual desempeño guerrero. Mi impresión es otra cuando se afirma que tenían una presencia significativa en cuadrillas y ejércitos vikingos, y que actuaban, durante mucho tiempo, de un modo incompatible con el rol comunitario prescrito en los pueblos europeos de la época.
         Se me dirá, acaso: en un show en el que también asoman dioses nórdicos, ¿no merece comentario ese otro añadido, que es pura fantasía? Sí, pero mi sensación es que el mismo obedece a razones narrativas: entiendo las escasas y contenidas apariciones como un medio para exteriorizar el carácter de aquel que las contempla, de expresar el sentir mágico de la gente de entonces. En todo caso, aquellas no dirigen los acontecimientos. En cambio, la inclusión de doncellas escuderas, notables en número e influencia a pesar de las dudas sobre su papel histórico, me parece mal traída, porque choca con los materiales básicos del relato. Es algo que atribuyo al deseo del guionista Michael Hirst de ganarse a un público que gusta de ver fórmulas políticas actuales trasladadas en el tiempo. Como yo no formo parte de ese público objetivo, y no siento una satisfacción particular al verlo, su añadido tiene para mí el inconveniente, único pero sustancial, de sacarme de la historia al momento.
        Es aquí que recuerdo un artículo de Javier Marías para El País, titulado "Ese idiota de Shakespeare". En él, Marías señalaba cómo ciertos cambios en la escena clásica, motivados por una moderna sensibilidad feminista, o por el deseo de acercar al espectador a su tiempo, conseguían distraerle, recuperándole de ese estado de credulidad necesario para sumergirse en cualquier ficción. Yo simpatizo con el autor en el anhelo de abstraerse durante un espectáculo, aunque no coincida necesariamente con los ejemplos que cita (el Ricardo III de entreguerras de Richard Loncraine no me dio ningún problema). No comparto, sin embargo, otro recelo expresado allí, a saber, que la Historia tal como la muestran el cine o el teatro pueda llegar a creerse cierta.
        No, no creo que las doncellas escuderas vayan a pensarse indiscutibles, sólo porque aparezcan en Vikings. Muchas de las carencias del cine histórico antiguo, aunque no lo fueran en su día, resultan aparentes hoy. Por ejemplo, que la homosexualidad no sea un hecho declarado en las películas de romanos del Hollywood clásico no significa que pensemos que les era desconocida. Internet nos recuerda que en la Roma imperial, precristiana, la homosexualidad masculina se aceptaba dentro de unos límites. La lectura que de Roma realizan películas como Quo Vadis o Cleopatra (o Espartaco: recuérdese que su famosa escena de subtexto homosexual, la de las ostras y los caracoles, se censuró en origen) indica, de manera significativa, el modo en que aquella cultura podía presentarse al público en los Estados Unidos de la época. Por ello, sus lecciones de Historia lo son tanto del tiempo en que fueron creadas como de aquel que querían mostrar. Hoy, por suerte, es posible contrastar esas lecciones con relativa sencillez.
        Así, a falta de descubrimientos que cambien la idea que tenemos sobre el papel de la mujer en los pueblos escandinavos del medievo, entiendo la anacrónica propuesta igualitaria de Vikings como una señal del tiempo, como un anhelo mediático de hoy al que el atemporal deseo de agradar al espectador (y de hacer caja a sus expensas) da satisfacción. Si no para otros, este confundir la rabia vikinga con furores al uso para mí ocurre a costa de la credibilidad del conjunto, y le quita mérito a una serie que, no obstante sus exageraciones, por su dibujo de la época y su viveza llega a parecerme un espectáculo más que agradecido.