domingo, 25 de octubre de 2020

Ordalía del espacio


       Raised by Wolves es, en su primer año, una serie de ciencia ficción voluntariosa, de estética cuidada, y como tal se deja ver. Pero también es una fantasía filosófica torpe, y aquí no tiene disculpa, no importan sus alegorías. Cada vez que asoma la disyuntiva credencial que enfrenta a los protagonistas, y ocurre a menudo, me parece estar viendo un capítulo de South Park, aunque sin una gota de la sátira característica. Y es que en la serie del espacio de Ridley Scott, los fieles creen con celo medieval, y los infieles son igual de exaltados (y fastidiosos) en su increencia. Estos colonos siderales deben de pertenecer a una línea temporal alternativa, ignorante de la libertad de culto y del sentido del humor. Los autores de Raised by Wolves parecen querer decirnos que todos somos, en esencia, fanáticos, y que por eso los androides lo serán también (si no le ponemos remedio, claro). Pero el planteamiento tiene poco recorrido, y con los capítulos se revela como una excusa para mantenernos ocupados, mientras esperamos las amenazas propias del género y a que llegue la segunda temporada.
 

viernes, 29 de mayo de 2020

Cifra léxica

     


Transcribo aquí unos párrafos del libro de Américo Castro La realidad histórica de España (1965), tomados del capítulo "Al-Andalus como una circunstancia de la vida española", por su apreciación elocuente de aquella realidad conflictiva a través de las incorporaciones de términos del árabe al léxico castellano:

      Numerosos vocablos árabes se encuentran en el español y el portugués (en menor cantidad en catalán) como reflejo de ineludibles necesidades, lo mismo que el latín tuvo que aceptar también millares de palabras griegas. Muchos arabismos perduran en la lengua literaria y dialectal. La estructura gramatical no fue afectada por el árabe, aunque a veces aparezcan giros sintácticos en obras literarias traducidas de aquella lengua. Pero por fuerte que fuese aquella presión lingüística, la estructura de las lenguas peninsulares de origen latino continuó siendo románica. Si toda la Península hubiese sido anegada por la dominación musulamana, como lo fue Inglaterra por los normandos, entonces la estructura de la lengua se hubiese alterado profundamente; pero los cristianos adoptaron las palabras árabes porque convivían con los musulmanes y los judíos, y no por la presión de ningún dominador. (...). Las adopciones de léxico se refieren a muy varias zonas de la vida: agricultura, construcción de edificios, artes y oficios, comercio, administración pública, ciencias, guerra. Hay, además, que tener muy presente que los vocablos árabes podían ser debidos tanto a la actividad de los mozárabes y musulmanes como a la de los judíos, cuya lengua de civilización en la Península fue el árabe, por lo menos hasta el siglo XIII. El romance hablado por los judíos estaba lleno de voces árabes.
      Ya es significativo que tarea, tarefa (en portugués) sean árabes. Los alarifes planeaban las casas y los albañiles las construían; son arabismos: adobe, alcázar, alcoba, zaquizamí, alhacena, azulejo, azotea, baldosa, zaguán, aldaba, alféizar, etc., etc.; la gran técnica en el manejo del agua aparece en acequia, aljibe (que adoptó el francés con la forma ogive), alberca, y en multitud de otras palabras. Porque los sastres eran muy a menudo judíos, se llamaron aquéllos alfayates. Los barberos se llamaban alfajemes; las mercancías eran transportadas por arrieros y recueros; se vendían en los zocos y azoguejos, en almacenes, alhóndigas y almonedas; pagaban derechos en la aduana, se pesaban y medían por arrobas, arreldes, quintales, adarmes, fanegas, almudes, celemines, cahices, azumbres, que inspeccionaba el zabazoque y el almotacén; el almojarife percibía los impuestos, que se pagaban en maravadíes, o en meticales. Ciudades y castillos estaban regidos por alcaldes, alcaides, zalmedinas y alguaciles. Se hacían las cuentas con cifras y guarismos, o con álgebra; los alquimistas destilaban el alcohol en sus alambiques y alquitaras, o preparaban álcalis, elixires y jarabes, que ponían en redomas. Las ciudades constaban de barrios y arrabales, y la gente comía azúcar, arroz, naranjas, limones, berenjenas, zanahorias, albaricoques, sandías, altramuces, toronjas, alcachofas, alcauciles, albérchigos, alfóncigos, albóndigas, escabeche, alfajores y muchas otras cosas con nombres árabes. Las plantas mencionadas antes se cultivan en tierras de regadío, y como en España llueve poco (excepto en la región del Norte), el riego necesita mucho trabajo, y arte para canalizar y distribuir el agua, en lo cual sobresalieron los moros, pues necesitaban el agua para lavarse el cuerpo y para fertilizar la tierra, y por eso perduran los nombres árabes y no los de la tradición romana. He citado antes alberca, aljibe, acequia, pero el vocabulario relativo al riego del campo es muy amplio: noria, arcaduz, azuda, almatriche, atareja, atanor, alcorque, etc.
      Los nombres de prendas de vestir llenarían bastante espacio: Albanega, ‘cofia para recoger el pelo’; alcandora, ‘especie de camisa’; almaizar, ‘toca de gasa’; almalafa, ‘manto largo’; alfareme, ‘toca para cubrir la cabeza’; marlota, ‘saya’; albornoz, almejía, ‘manto corto’; jubón, alpargata (derivado del árabe, aunque la palabra árabe proceda de otra prelatina), zaragüelles, etc. (...).
     Nótese que no he mencionado el vocabulario militar (adalid, algarada, rebato, etc.) ni el relativo a la industria y manufactura de objetos (almazara, aceña, alfiler, argolla, ajorca, tabaque, adarga, azagaya, azafate, etc.). De lo que sabemos resulta que no basta con decir que los cristianos adoptaron nombres de cosas, o sufrieron "influencias", porque lo que esas palabras descubren es el espacio que en la vida cristiana ocupaba la civilización islámica. Se trata de la proyección de cierto tipo de vida para el cual eran importantes el cultivo y el culto de la tierra madre, la apetencia de placeres físicos y estéticos, y el ejercicio de la guerra.

jueves, 9 de abril de 2020

Escuderas



        
        Vikings es una serie del canal History que, con buena ambientación, querencia al folletín y un toque de fantasía, ofrece llamativas aventuras de la época vikinga. He llegado hasta la cuarta temporada, algo cansado de sus efectismos pero en conjunto satisfecho, no menos porque me da ocasión de comentar aquí un aspecto suyo. ¿De qué se trata? Como drama histórico, Vikings inventa lo que ignoramos de la época, y cambia también hechos conocidos a fin de ofrecer un relato más apetecible. Son licencias que tienen mejor o peor encaje dependiendo del espectador, como es natural: a mí me parece bien, por ejemplo, que de los dos asedios vikingos a París se haga uno solo; dudo, en cambio, de la necesidad de otros arreglos, en particular del que me lleva hoy a escribir: el de la presencia habitual, en las filas vikingas, de guerreras en un número notable.
        Es algo que me extraña, y en mi extrañeza recurro a Internet, que me confirma en ella: la historicidad de las doncellas escuderas, como se las conoce en la serie, es un hecho discutido, con una base arqueológica y documental exigua que no permite situarlas de costumbre en los campos de batalla del medievo. La fama de estas guerreras se debe principalmente a las sagas nórdicas, literatura mítica que no ofrece certezas sobre su realidad. Vista la evidencia, no me cuesta creer que algunas escandinavas tomaran las armas, si la situación lo exigía, o que hubiese casos singulares de habitual desempeño guerrero. Mi impresión es otra cuando se afirma que tenían una presencia significativa en cuadrillas y ejércitos vikingos, y que actuaban, durante mucho tiempo, de un modo incompatible con el rol comunitario prescrito en los pueblos europeos de la época.
         Se me dirá, acaso: en un show en el que también asoman dioses nórdicos, ¿no merece comentario ese otro añadido, que es pura fantasía? Sí, pero mi sensación es que el mismo obedece a razones narrativas: entiendo las escasas y contenidas apariciones como un medio para exteriorizar el carácter de aquel que las contempla, de expresar el sentir mágico de la gente de entonces. En todo caso, aquellas no dirigen los acontecimientos. En cambio, la inclusión de doncellas escuderas, notables en número e influencia a pesar de las dudas sobre su papel histórico, me parece mal traída, porque choca con los materiales básicos del relato. Es algo que atribuyo al deseo del guionista Michael Hirst de ganarse a un público que gusta de ver fórmulas políticas actuales trasladadas en el tiempo. Como yo no formo parte de ese público objetivo, y no siento una satisfacción particular al verlo, su añadido tiene para mí el inconveniente, único pero sustancial, de sacarme de la historia al momento.
        Es aquí que recuerdo un artículo de Javier Marías para El País, titulado "Ese idiota de Shakespeare". En él, Marías señalaba cómo ciertos cambios en la escena clásica, motivados por una moderna sensibilidad feminista, o por el deseo de acercar al espectador a su tiempo, conseguían distraerle, recuperándole de ese estado de credulidad necesario para sumergirse en cualquier ficción. Yo simpatizo con el autor en el anhelo de abstraerse durante un espectáculo, aunque no coincida necesariamente con los ejemplos que cita (el Ricardo III de entreguerras de Richard Loncraine no me dio ningún problema). No comparto, sin embargo, otro recelo expresado allí, a saber, que la Historia tal como la muestran el cine o el teatro pueda llegar a creerse cierta.
        No, no creo que las doncellas escuderas vayan a pensarse indiscutibles, sólo porque aparezcan en Vikings. Muchas de las carencias del cine histórico antiguo, aunque no lo fueran en su día, resultan aparentes hoy. Por ejemplo, que la homosexualidad no sea un hecho declarado en las películas de romanos del Hollywood clásico no significa que pensemos que les era desconocida. Internet nos recuerda que en la Roma imperial, precristiana, la homosexualidad masculina se aceptaba dentro de unos límites. La lectura que de Roma realizan películas como Quo Vadis o Cleopatra (o Espartaco: recuérdese que su famosa escena de subtexto homosexual, la de las ostras y los caracoles, se censuró en origen) indica, de manera significativa, el modo en que aquella cultura podía presentarse al público en los Estados Unidos de la época. Por ello, sus lecciones de Historia lo son tanto del tiempo en que fueron creadas como de aquel que querían mostrar. Hoy, por suerte, es posible contrastar esas lecciones con relativa sencillez.
        Así, a falta de descubrimientos que cambien la idea que tenemos sobre el papel de la mujer en los pueblos escandinavos del medievo, entiendo la anacrónica propuesta igualitaria de Vikings como una señal del tiempo, como un anhelo mediático de hoy al que el atemporal deseo de agradar al espectador (y de hacer caja a sus expensas) da satisfacción. Si no para otros, este confundir la rabia vikinga con furores al uso para mí ocurre a costa de la credibilidad del conjunto, y le quita mérito a una serie que, no obstante sus exageraciones, por su dibujo de la época y su viveza llega a parecerme un espectáculo más que agradecido.