Veíanse
espectáculos horribles, sabíanse rasgos de valor y sufrimiento en
el padecer, y también heroicas impaciencias en los que, víctimas
del recién terminado combate, venían, o a perder al cabo la vida de
resultas de sus heridas, o a recobrar la salud después de una cura
penosa. Llegó entre otros el guardia marina llamado don N. Briones,
de quien se contaba que, habiéndole llevado el pie una bala, pero
dejándosele unido a lo restante de la pierna por un tendoncillo o
nervio, como le hubiese dicho a un marinero que le llevase a curarse,
y no se viese obedecido pronto, con la mano acabó de desprenderse
del pie dando un tirón, y arrojó el miembro perdido a la cara del
marinero mal obediente, quedando vivo después de tal acto, pero no
por largo tiempo, pues murió recién llegado a Cádiz. Mejor suerte
cupo al capitán de fragata Somoza, segundo comandante del navío
Montañés, y cuya herida era de lo más singular posible, pues una
bala, pasándole de refilón por el vientre, le había llevado toda
la parte carnosa con la piel exterior, y dejándole sana una película
de las que cubren los intestinos, casi transparente, lo cual no
estorbó que conservase la vida hasta convalecer del todo, siendo
curado en el hospital, adonde quiso ir, desechando numerosas ofertas
de señoras y caballeros que pretendían llevársele a sus casas.
Gravina padeció largo tiempo, y aun acaso, si se hubiese amputado el
brazo herido, no habría muerto; pero, por culpa suya o ajena, no fué
llevada a efecto la operación de muchos aconsejada. Salvó a Valdés
el arrojo de un oficial subalterno o guardia marina, pues habiendo
quedado abandonado sin conocimiento en el navío a su mando, próximo
a perderse en la costa, como de hecho se perdió, y no habiendo quien
se atreviese a ir a bordo del buque puesto en peligro, alrededor del
cual hervía la mar embravecida, logró el animoso joven persuadir a
unos pocos valientes marineros a que le siguiesen, y, favorecido por
la suerte, llegó al navío y sacó de él al digno comandante, quien
llegado con felicidad a Cádiz, y trasladado a casa de unas señoras,
sus amigas, cuando volvió en sí se encontró libre de peligro, y
vivió después largos años para contraer nuevos méritos y pasar
nuevos trabajos, siendo notable ejemplo de los vaivenes de la
fortuna. Dolores hubo y desdichas menos conocidos, aunque no de menos
lástima, pero quedaron ocultos entre las tinieblas en que suelen
hechos notables ser desde luego envueltos y seguir siempre
ignorados.
En
cuanto a mí, pues forzoso me es hablar de mí en estos recuerdos, el
día 22, recién aparecidos delante de Cádiz los navíos que bien
merecen ser dichos despojos del combate, traté de restituirme a
Chiclana a dar a mi madre algún consuelo en sus congojas y dudas,
que todavía no eran, como dejo dicho, dolor por una pérdida temida
sólo, pero no conocida. Difícil nos era el viaje, porque por agua
no consentía el tiempo hacerle, y por tierra faltaban medios de
ponerse en camino, estando embargado todo carruaje. Vencí este
inconveniente yendo yo a ver a Solano, el cual me distinguía
notablemente, y que además hubo de tomar en consideración las
circunstancias en que me hallaba concediéndome un calesín, y pasé
a Chiclana por tierra; pero siendo a la sazón el camino que lleva a
aquel lindo pueblecito, desde el de la isla de León, largo y
malísimo, hicimos harto incómoda jornada, calándonos el agua,
azotándonos el viento en el desabrigado vehículo, traqueteándonos
horriblemente el movimiento, amenazados mil veces de volcar, y
agregándose estas incomodidades a la agitación mental, bien que
para distraer en parte el ánimo de la pena o del cuidado.
No
teniendo noticias en Chiclana, resolvimos venir a Cádiz a buscarlas.
Seguía, como no suele suceder, aun sin intermisión, o con algunas
breves en duración y no grandes en fuerzas, la borrasca. Hicimos el
viaje en un coche bastante cómodo; pero salidos de la isla de León,
y pasada Torregorda, al acercarnos a Cádiz, presenciamos un
espectáculo espantoso. Estando la marea baja, echamos por la playa.
Pero aquel camino siempre cómodo dejaba de serlo, porque lo cubrían
a cada paso despojos de naves, pedazos de jarcias, de arboladura, aun
de cascos de buques, y con particularidad de botes, no faltando entre
ellos de trecho en trecho algún cadáver, todo lo cual arrojaban a
la tierra las olas encrespadas, que sin amansar su furia seguían
apareciendo en el mar a modo de montes y estrellándose con ímpetu y
tremendo ruido en la arena. Cerraba los ojos mi afligida madre como
temerosa de encontrar entre los muertos el cuerpo de la persona
querida, cuya pérdida, si no era para nosotros cierta, estaba muy
dentro de los límites de lo probable.
Una
vez en Cádiz, la incertidumbre seguía. Pero no es de la de mi
familia y persona de la que me toca ahora aquí hablar, o a lo menos
no de la que debo tratar, sino como de una parte accesoria de la
situación de las cosas. En efecto, no mejorando el tiempo, casi
todos los buques escapados del combate fueron a dar en la costa. Uno
francés se fue a pique a la boca del puerto, pereciendo todos
cuantos le tripulaban. A otro, que estaba anclado fuera, tuvo la
osadía de acercarse un navío inglés hasta dispararle una andanada,
a que él respondió con otra, pero con poco efecto por ambas partes,
retirándose el agresor por respeto a la artillería de la plaza que
comenzó a disparar, protegiendo a nuestro aliado en su apuro. De los
diecisiete navíos que habían arriado bandera al terminar el
combate, la mayor parte, corriendo varias fortunas en pocos días, a
pocas horas, ya volvían a ser de su nación, sublevada la
tripulación contra los pocos ingleses que marinaban el buque, ya
recaían en poder de los que le habían ganado y ocupado, ya iban a
perderse en la costa. Fué de los más afortunados el navío Santa
Ana, de tres puentes, que ya rendido, combatiéndole el mar y el
viento, hubo de entrarse en Cádiz, cayendo prisioneros los ingleses
ya dueños de él y rescatándose el teniente general don Ignacio de
Álava, que en él estaba y venía herido. Así poco a poco iban
llegando noticias de casos particulares. Hubo también algún
parlamento, siendo recibidos en Cádiz los oficiales parlamentarios
con cortesía y hospedándose en casa de Mr. James Duff (llamado en
Cádiz don Diego Duff), cónsul que había sido de su nación en la
misma plaza, muy querido y respetado allí, y que seguía haciendo
parte del oficio de cónsul, y llevaba el nombre de serlo en boca de
lo común de las gentes, no obstante el estado de guerra. De un
parlamento fué objeto el reclamar los ingleses como su prisionero a
Álava, porque lo había sido por dos o tres días; pero su
pretensión fué desatendida, como debía serlo, pues el favor de la
suerte le había traído la libertad. A la casa de Duff era común
acudir a averiguar el paradero de una u otra persona de las de la
escuadra, cuyo fin o existencia eran aún ignorados; pero poco o nada
se averiguaba, no cuidándose los ingleses de otras vidas que las de
los suyos, y en quienes el dolor por la pérdida de la de Nelson no
dejaba lugar a otros dolores.
El
31, según más arriba dejo dicho, cesaron mis dudas y las de mi
familia, poniéndoles término el dolor más vivo y acerbo, dolor no
para contado a indiferentes, y del que basta hacer esta leve mención,
quizá, aun así, inoportuna.
Como
todo pasa en el mundo, pasó la imagen de los sucesos que aquí acabo
de recordar, yendo borrándose poco a poco de la memoria. Por lo
pronto dió motivo a los poetas para sentidos cantos, de ellos
algunos de gran valor, pues que aun bastante conservan. La sombra
de Nelson, obra de Moratín, hasta ha desaparecido de las más de
las colecciones de sus obras, no tanto por el vicio de oscuridad que
la afea, pero el cual está rescatado por grandísimas perfecciones,
cuanto por las adulaciones en él prodigadas, no sólo a Napoleón,
sino al Príncipe de la Paz, a quienes prometen triunfos navales que
no vinieron ni era de esperar que viniesen. La oda de Quintanta vive
con gloria; y si no con tanta, no ha muerto una de Arriaza.
También
el púlpito, en oraciones fúnebres, ensalzó las glorias de aquel
día. Se distinguió entre los sermones con esta ocasión predicados
uno que corrió impreso y aplaudido, pronunciado en El Ferrol por el
señor Varela, célebre después, siendo comisario de Cruzada, como
aficionado y protector de las letras y de las artes.
La
guerra a Napoleón en defensa y sustento de nuestra independencia y
gloria, como llena de grandísimos acontecimientos, oscureció la de
un período más antiguo. Además, a la moribunda Marina fué no
menos funesta la paz y alianza con Inglaterra que lo había sido la
imprudente y poco feliz guerra sustentada contra aquel Gobierno.
Porque, siendo forzoso atender a lo presente y no más, convertida la
atención a los ejércitos, y pareciendo como inútil la Marina de
guerra, perecieron carcomidos los navíos, y no se pensó en
sustituirlos con otros.
Hoy
ha cesado esta situación, y va resucitando, o aun puede decirse ha
resucitado, nuestra Marina de guerra. Aun las reliquias vivas de
Trafalgar no han sido olvidadas, y al cabo de cincuenta y seis años
sus servicios han tenido una remuneración, si no grande, sin duda
decente, y lo que vale más, honrosa. Y si los sucesivos Gobiernos
atienden a este ramo del servicio público, la opinión general en
este punto los ayuda y estimula.
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