jueves, 9 de junio de 2016

III. Despojos de la batalla




     Veíanse espectáculos horribles, sabíanse rasgos de valor y sufrimiento en el padecer, y también heroicas impaciencias en los que, víctimas del recién terminado combate, venían, o a perder al cabo la vida de resultas de sus heridas, o a recobrar la salud después de una cura penosa. Llegó entre otros el guardia marina llamado don N. Briones, de quien se contaba que, habiéndole llevado el pie una bala, pero dejándosele unido a lo restante de la pierna por un tendoncillo o nervio, como le hubiese dicho a un marinero que le llevase a curarse, y no se viese obedecido pronto, con la mano acabó de desprenderse del pie dando un tirón, y arrojó el miembro perdido a la cara del marinero mal obediente, quedando vivo después de tal acto, pero no por largo tiempo, pues murió recién llegado a Cádiz. Mejor suerte cupo al capitán de fragata Somoza, segundo comandante del navío Montañés, y cuya herida era de lo más singular posible, pues una bala, pasándole de refilón por el vientre, le había llevado toda la parte carnosa con la piel exterior, y dejándole sana una película de las que cubren los intestinos, casi transparente, lo cual no estorbó que conservase la vida hasta convalecer del todo, siendo curado en el hospital, adonde quiso ir, desechando numerosas ofertas de señoras y caballeros que pretendían llevársele a sus casas. Gravina padeció largo tiempo, y aun acaso, si se hubiese amputado el brazo herido, no habría muerto; pero, por culpa suya o ajena, no fué llevada a efecto la operación de muchos aconsejada. Salvó a Valdés el arrojo de un oficial subalterno o guardia marina, pues habiendo quedado abandonado sin conocimiento en el navío a su mando, próximo a perderse en la costa, como de hecho se perdió, y no habiendo quien se atreviese a ir a bordo del buque puesto en peligro, alrededor del cual hervía la mar embravecida, logró el animoso joven persuadir a unos pocos valientes marineros a que le siguiesen, y, favorecido por la suerte, llegó al navío y sacó de él al digno comandante, quien llegado con felicidad a Cádiz, y trasladado a casa de unas señoras, sus amigas, cuando volvió en sí se encontró libre de peligro, y vivió después largos años para contraer nuevos méritos y pasar nuevos trabajos, siendo notable ejemplo de los vaivenes de la fortuna. Dolores hubo y desdichas menos conocidos, aunque no de menos lástima, pero quedaron ocultos entre las tinieblas en que suelen hechos notables ser desde luego envueltos y seguir siempre ignorados.
     En cuanto a mí, pues forzoso me es hablar de mí en estos recuerdos, el día 22, recién aparecidos delante de Cádiz los navíos que bien merecen ser dichos despojos del combate, traté de restituirme a Chiclana a dar a mi madre algún consuelo en sus congojas y dudas, que todavía no eran, como dejo dicho, dolor por una pérdida temida sólo, pero no conocida. Difícil nos era el viaje, porque por agua no consentía el tiempo hacerle, y por tierra faltaban medios de ponerse en camino, estando embargado todo carruaje. Vencí este inconveniente yendo yo a ver a Solano, el cual me distinguía notablemente, y que además hubo de tomar en consideración las circunstancias en que me hallaba concediéndome un calesín, y pasé a Chiclana por tierra; pero siendo a la sazón el camino que lleva a aquel lindo pueblecito, desde el de la isla de León, largo y malísimo, hicimos harto incómoda jornada, calándonos el agua, azotándonos el viento en el desabrigado vehículo, traqueteándonos horriblemente el movimiento, amenazados mil veces de volcar, y agregándose estas incomodidades a la agitación mental, bien que para distraer en parte el ánimo de la pena o del cuidado.
     No teniendo noticias en Chiclana, resolvimos venir a Cádiz a buscarlas. Seguía, como no suele suceder, aun sin intermisión, o con algunas breves en duración y no grandes en fuerzas, la borrasca. Hicimos el viaje en un coche bastante cómodo; pero salidos de la isla de León, y pasada Torregorda, al acercarnos a Cádiz, presenciamos un espectáculo espantoso. Estando la marea baja, echamos por la playa. Pero aquel camino siempre cómodo dejaba de serlo, porque lo cubrían a cada paso despojos de naves, pedazos de jarcias, de arboladura, aun de cascos de buques, y con particularidad de botes, no faltando entre ellos de trecho en trecho algún cadáver, todo lo cual arrojaban a la tierra las olas encrespadas, que sin amansar su furia seguían apareciendo en el mar a modo de montes y estrellándose con ímpetu y tremendo ruido en la arena. Cerraba los ojos mi afligida madre como temerosa de encontrar entre los muertos el cuerpo de la persona querida, cuya pérdida, si no era para nosotros cierta, estaba muy dentro de los límites de lo probable.
     Una vez en Cádiz, la incertidumbre seguía. Pero no es de la de mi familia y persona de la que me toca ahora aquí hablar, o a lo menos no de la que debo tratar, sino como de una parte accesoria de la situación de las cosas. En efecto, no mejorando el tiempo, casi todos los buques escapados del combate fueron a dar en la costa. Uno francés se fue a pique a la boca del puerto, pereciendo todos cuantos le tripulaban. A otro, que estaba anclado fuera, tuvo la osadía de acercarse un navío inglés hasta dispararle una andanada, a que él respondió con otra, pero con poco efecto por ambas partes, retirándose el agresor por respeto a la artillería de la plaza que comenzó a disparar, protegiendo a nuestro aliado en su apuro. De los diecisiete navíos que habían arriado bandera al terminar el combate, la mayor parte, corriendo varias fortunas en pocos días, a pocas horas, ya volvían a ser de su nación, sublevada la tripulación contra los pocos ingleses que marinaban el buque, ya recaían en poder de los que le habían ganado y ocupado, ya iban a perderse en la costa. Fué de los más afortunados el navío Santa Ana, de tres puentes, que ya rendido, combatiéndole el mar y el viento, hubo de entrarse en Cádiz, cayendo prisioneros los ingleses ya dueños de él y rescatándose el teniente general don Ignacio de Álava, que en él estaba y venía herido. Así poco a poco iban llegando noticias de casos particulares. Hubo también algún parlamento, siendo recibidos en Cádiz los oficiales parlamentarios con cortesía y hospedándose en casa de Mr. James Duff (llamado en Cádiz don Diego Duff), cónsul que había sido de su nación en la misma plaza, muy querido y respetado allí, y que seguía haciendo parte del oficio de cónsul, y llevaba el nombre de serlo en boca de lo común de las gentes, no obstante el estado de guerra. De un parlamento fué objeto el reclamar los ingleses como su prisionero a Álava, porque lo había sido por dos o tres días; pero su pretensión fué desatendida, como debía serlo, pues el favor de la suerte le había traído la libertad. A la casa de Duff era común acudir a averiguar el paradero de una u otra persona de las de la escuadra, cuyo fin o existencia eran aún ignorados; pero poco o nada se averiguaba, no cuidándose los ingleses de otras vidas que las de los suyos, y en quienes el dolor por la pérdida de la de Nelson no dejaba lugar a otros dolores.
      El 31, según más arriba dejo dicho, cesaron mis dudas y las de mi familia, poniéndoles término el dolor más vivo y acerbo, dolor no para contado a indiferentes, y del que basta hacer esta leve mención, quizá, aun así, inoportuna.
      Como todo pasa en el mundo, pasó la imagen de los sucesos que aquí acabo de recordar, yendo borrándose poco a poco de la memoria. Por lo pronto dió motivo a los poetas para sentidos cantos, de ellos algunos de gran valor, pues que aun bastante conservan. La sombra de Nelson, obra de Moratín, hasta ha desaparecido de las más de las colecciones de sus obras, no tanto por el vicio de oscuridad que la afea, pero el cual está rescatado por grandísimas perfecciones, cuanto por las adulaciones en él prodigadas, no sólo a Napoleón, sino al Príncipe de la Paz, a quienes prometen triunfos navales que no vinieron ni era de esperar que viniesen. La oda de Quintanta vive con gloria; y si no con tanta, no ha muerto una de Arriaza.
      También el púlpito, en oraciones fúnebres, ensalzó las glorias de aquel día. Se distinguió entre los sermones con esta ocasión predicados uno que corrió impreso y aplaudido, pronunciado en El Ferrol por el señor Varela, célebre después, siendo comisario de Cruzada, como aficionado y protector de las letras y de las artes.
     La guerra a Napoleón en defensa y sustento de nuestra independencia y gloria, como llena de grandísimos acontecimientos, oscureció la de un período más antiguo. Además, a la moribunda Marina fué no menos funesta la paz y alianza con Inglaterra que lo había sido la imprudente y poco feliz guerra sustentada contra aquel Gobierno. Porque, siendo forzoso atender a lo presente y no más, convertida la atención a los ejércitos, y pareciendo como inútil la Marina de guerra, perecieron carcomidos los navíos, y no se pensó en sustituirlos con otros.
      Hoy ha cesado esta situación, y va resucitando, o aun puede decirse ha resucitado, nuestra Marina de guerra. Aun las reliquias vivas de Trafalgar no han sido olvidadas, y al cabo de cincuenta y seis años sus servicios han tenido una remuneración, si no grande, sin duda decente, y lo que vale más, honrosa. Y si los sucesivos Gobiernos atienden a este ramo del servicio público, la opinión general en este punto los ayuda y estimula.

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