sábado, 30 de agosto de 2014

El Empecinado



   “¿Sabéis lo que es el patriotismo? ¿A que cuando veis a un francés os da muchísima rabia, a que sí? Pues eso es el patriotismo”.

                   -Juan Benet, en Otoño en Madrid hacia 1950.


  











Una vida novelesca de Juan Martín Díez "El Empecinado", guerrillero y militar español, martillo de franceses en varias guerras, es la que me acabo de leer. Escrita por el aventurero inglés Federico Hardman en 1846, y vertida al español en 1926 por Gregorio Marañón, recupera con ojos románticos historias del formidable enemigo de José Bonaparte, que seguían vivas en España cuando el autor llegó a ella, en tiempos de la Primera Guerra Carlista.

El español gallardo de Don Gregorio hizo que, en un principio, El "Empecinado" visto por un inglés se creyese obra suya. Al error ayudaba el que Hardman hubiera firmado el original como "El autor del Estudiante de Salamanca". La confusión nacía del buen hacer literario del doctor, en su versión del texto, y también en los pies de página con que, a menudo, ilustraba la narración de Hardman.

Recupero aquí uno de esos pies de página, que recuerda al indómito Juan Martín en otra de sus luchas por liberar a España de la tiranía (y de los franceses):

   Como ejemplo de la intrepidez y confianza del Empecinado y de la sugestión que ejercía la bravura con que desafiaba los mayores peligros, no será ociosa esta anécdota:    
   En el año 1823 estaba el guerrillero en Aragón persiguiendo al cuerpo de ejército del general Bressières. Tenía Juan Martín la costumbre de marchar a bastante distancia al frente de sus tropas. Un día que se había adelantado más de lo corriente, acompañado sólo por su ayudante y un ordenanza, llegó a una casa de labor, en la que por ciertos signos, sólo visibles a su experta mirada, conjeturó que debía de haber enemigos alojados. Se adelantó hasta el edificio y llamó. Una mujer abrió la puerta.
   —¿Hay facciosos arriba? —dijo el Empecinado. (En esta guerra, como después en la primera carlista, los constitucionales llamaban facciosos a los del bando opuesto).
   —Sí, señor —replicó la mujer, aterrada del fiero aspecto de su interlocutor.
   —¿Cuántos hay?
   —Treinta y pico. Están de jarana en el piso de arriba.
   —¿Dónde están sus armas?
   —Las han dejado en la cocina.
   Recomendó silencio el guerrillero a la mujer, subió las escaleras y abriendo la puerta de la habitación, apareció tranquilamente ante los ojos atónitos de los realistas, muchos de los cuales, seguramente, le conocían de vista. Fuese esto o no cierto, no les dio tiempo de dudarlo.
   —Buenas noches —gritó—. Nadie se mueva de su sitio. Soy el Empecinado. Desde esta noche, seremos todos amigos. ¡Vamos, pues, a buscar los fusiles y seguidme!
   Los soldados se miraron un momento unos a otros; pero, al cabo, subyugados por el ascendiente moral del famoso guerrillero, y admirados del arrojo con que se había presentado entre ellos, obedecieron sin rechistar la orden recibida. En poco tiempo, cerca de trescientos facciosos más, alojados en las casas vecinas, se unieron a los primeros, y todos juntos acompañaron al Empecinado hasta el campamento. El rancho estaba preparado y todos participaron de él. Además, Juan Martín dió a cada recién llegado una onza de oro de su bolsillo. Tres horas después, casi toda la retaguardia de Bressières, formada de españoles, había desertado y se unía a los liberales al grito de ¡Viva el Empecinado!


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