miércoles, 31 de agosto de 2016

Debod y Cibeles

    

     
      En las últimas semanas, se han visto en las carteleras del Ayuntamiento de Madrid dos imágenes distintas. Una, mostrando la fuente de Cibeles, otra el Templo de Debod. Las creí señales de un cambio tranquilo, no por silencioso menos importante: la sustitución de la alborotadora publicidad habitual por fotografías de la urbe compartida, a fin de hacer una ciudad un poco más amable. Estaba equivocado.

     Una búsqueda en Internet me reveló la razón de aquellos hitos gráficos: el Ayuntamiento, a la espera del inicio del contrato con una nueva empresa anunciante, vestía de algún modo el hueco dejado por la compañía anterior. Dos imágenes emblemáticas de Madrid, no en exceso llamativas, funcionales, cubrían por un tiempo las carteleras, junto con otras ya existentes de orientación o concurso cívico, municipales también. ¿Por qué no vi lo que de verdad ocurría? El constante llamamiento al cambio del nuevo gobierno me llevó a pensar en un giro político. Pero no era el caso, y la falta de ruido en los medios tendría que haberme puesto sobre aviso. Esperaba demasiado, claro. La publicidad es un elemento vertebrador de la sociedad de consumo, y aunque los anuncios sean invasivos, empujen al gasto constante, y fomenten el malestar a través de la envidia, resulta muy difícil que nadie los censure, por muy antisociales que en el fondo sean.

     Las imágenes de la Cibeles y del Templo de Debod desaparecerán pronto. Cuando hice las fotos que aquí acompañan, ya se veían obras en algunos lugares para reemplazar el mobiliario urbano, y adaptarlo a las necesidades del nuevo contratista. De todo esto, al menos, me queda la impresión de cómo sería la ciudad, si pudiera liberarse de la chismosa publicidad de costumbre.

domingo, 14 de agosto de 2016

Encubridora

 
    
          Encubridora, del austriaco Fritz Lang, es un wéstern algo descolorido de 1952, en el que Marlene Dietrich tiene la escena más curiosa. Dietrich, con sus pícaras compañeras de taberna, juega a las carreras de caballos con unos vaqueros por montura, mientras el resto del local anima fogoso. Son sólo dos minutos de cine, pero le bastan para dejar huella y señalar, además, que Encubridora podría haber sido una película del Oeste bien distinta. Porque en el saloon donde Marlene reina, Lang quiere aplicar lo aprendido en Berlín, lo que sabe de aquel oscuro cabaret de entreguerras, teatro bello, sórdido y ridículo a un tiempo que aún hoy recordamos. El bar de frontera, el de las lumis amables y los borrachines y los vaqueros en busca de pelea, funciona en Encubridora como trasunto de aquel otro lugar de esparcimiento. La imagen resulta subversiva, pues sugiere placeres raros o retorcidos, que no casan con los del típico saloon americano del cine de entonces. Pero sólo es un detalle. El resto no recibe de Lang el mismo impulso creativo, y queda como un wéstern que se deja ver, pero que llama poco la atención.

viernes, 5 de agosto de 2016

Patrones


El martes estuve en el Prado. Para entrar (gratis) hice fila cuarenta y cinco minutos. Según el museo, hay menos visitantes en agosto; añado que vienen todos por la tarde, a eso de las seis. Una vez dentro, vi unos bocetos sobre tabla de Rubens, poses heroicas de romanos semidesnudos, firmes en sus trabajos míticos. Por la falta de naturalidad de las escenas, y el común desabrigo, dudé si se trataría antes de un ejercicio de estilo, o del capricho de un patrón licencioso; creí más seguro lo segundo, por ser aquella la preparación de un pedido de Felipe IV. Luego, en la sala de los holandeses, fui mirando cuadros de tema bíblico e imaginación barroca, hasta llegar a Judit presentando la cabeza de Holofernes, de Salomon de Bray. Esta pintura me extrañó, porque pensé fácil olvidar el trasfondo (la victoria de Israel sobre sus contrarios es un asunto transparente), y encontrar en ella sólo a una muchacha con una cabeza cortada en las manos. ¿Habría morbo detrás del encargo? No, no se trató de eso, supe por un texto. Con el añejo asesinato del general Holofernes, se escenificaba la resistencia holandesa frente al enemigo español, en tiempos del autor. Me acerqué un poco a la tela, por ver si en las facciones del decapitado reconocía las de algún paisano, tal que el conde-duque; pero no. Sólo los colores de la bandera de Holanda, en una cinta que ceñía el pelo de la chica, delataban un vínculo regional. Ya no tuve tiempo para más, las dos horas de gracia del museo (que para mí fue hora y cuarto) terminaron entonces.

P.D. La imagen que acompaña a esta entrada es la de Judit, en el cuadro de Bray. Se pintó en 1636.