domingo, 5 de junio de 2016

I. La escuadra, en Cádiz

 

     En el año 1805, España había vuelto a entrar en guerra con la Gran Bretaña, gracias al atentado en plena paz cometido contra cuatro fragatas españolas. Aun los poco adictos a la alianza francesa, que eran y aun puedo decir éramos, a la sazón muy pocos, aprobamos una guerra venida a ser inevitable, si bien censurábamos la desacertada conducta que había dado, si ya no razón, motivo al insulto hecho a nuestra bandera.
     Cádiz fue uno de los puntos en que más se sentía la guerra, limitada a los mares y costas, aunque sus efectos aun en el interior se sintiesen, pero siendo casi nada conocidos. En el mar vecino, a vista de los gaditanos, solía ondear orgullosa la bandera enemiga, a la cual rara vez las aliadas marinas francesa y española se resolvían a hacer frente, reconociendo en ella superior poder debido a circunstancias favorables a una nación, por necesidad y por afición nacida de la necesidad, en alto grado marinera. No se contentaban los ingleses con insultar en cierto modo a Cádiz con su presencia, sino que trataban de dar un duro golpe a las escuadras surtas en el puerto. Las que en septiembre y octubre llenaban la entonces espaciosa bahía eran un tanto numerosas, pero estaban nada bien pertrechadas y mal tripuladas. Sin embargo, reinaba confianza en que, si los ingleses intentaban caer sobre ellas forzando la entrada del puerto, saldrían de su empresa desairados y malparados. Si en los días lejanos del reinado de Felipe II el conde Essex había ganado a Cádiz y saqueádola, en tiempo de harto menos poder para la monarquía española los esfuerzos de las armas británicas contra tan importante punto habían salido vanos. En la decaída España de principios del siglos XVIII, las fuerzas inglesas de mar y tierra, después de ocupar las poblaciones abiertas de Rota y el Puerto de Santa María, se habían estrellado contra el fuertecillo de Matagorda, y embarcándose, no sin mengua, los que saltaron en tierra, retirándose en seguida sus navíos. En 1797, un bombardeo, cuyo objeto más era, al parecer, contra la escuadra que contra la plaza, había tenido poco efecto, reduciéndose a combates en que salieron con honra y ventaja nuestra lanchas cañoneras, siendo de notar que mandaba en esta ocasión las fuerzas agresoras Nelson, cuya fama estaba en sus comienzos, pero cuyo arrojo, ya probado en el combate del cabo de San Vicente, era fianza y seguro vaticinio de su futura gloria. En 1805 el mismo Nelson, ya con la dignidad de Lord y con el crédito que le daban su gran victoria de Aboukir o el Nilo, y su menos claro triunfo de Copenhague, del cual, sin embargo, sacó partido no inferior al que si hubiese sido vencedor podía haber alcanzado; aguijoneado por una ambición noble pero excesiva, por un patriotismo mezclado con odio rencoroso a Francia y por un orgullo nunca enfrenado por la prudencia, de que carecía, y despechado de no haber acertado con las escuadras de sus contrarios, a los cuales había perseguido con actividad pasmosa, pero no con feliz fortuna, venía a ponerse sobre Cádiz con el proyecto declarado de buscar dentro del puerto a sus enemigos, y allí combatirles a todo trance. Por nuestra parte, nos preparábamos a la resistencia con igual ardor, ayudando a la defensa de los navíos las baterías de la costa y ciudad de Cádiz, y numerosas cañoneras.
     Gobernaba a la sazón a Cádiz y Andalucía el general don Francisco Solano, marqués de la Solana por su mujer, y que después heredó de su padre el título de marqués del Socorro, que llevaba en el día de su trágica muerte, en que se hizo notable por su extraordinaria fortaleza. Era Solana un general por otro estilo que los que entonces contaba España, de alta y aventajada estatura, lleno de carnes, de expresiva figura, de presencia marcial, sediento de gloria, no corto de instrucción y aun con algo de literato; finísimo de modales, donde aparecían sus pensamientos de caballero vestidos con la cultura moderna; bastante teatral en sus actos, así militares como civiles; más de militar francés que de español; activo a menudo con exceso, lo cual le movía a obrar en todo más de lo necesario, frecuentemente con alguna precipitación, y no siempre con tino; hombre, en suma, digno de aprecio, y dueño de él y de buen afecto, sobre todo entre las personas ilustradas y de alta y mediana esfera. Había militado por breve plazo en los ejércitos republicanos franceses, y, si no me es infiel mi memoria, al lado del célebre general Moreau. Así es que cuando este afamado guerrero vino a Cádiz, de paso para los Estados Unidos, adonde le enviaba desterrado Napoleón, Solano, a pesar de no ser contrario del novel emperador francés, se esmeró en obsequiar al ilustre proscripto, traspasando tal vez en sus atenciones los límites de la prudencia. Solano había sucedido al no menos nombrado don Tomás de Morla, sujeto muy de otra clase, y en sus singularidades muy distante de estar falto de talento. Pero aunque Morla era militar instruido, y oficial facultativo de la mejor nota, era su sucesor más soldado, siendo además el mérito de este último el entusiasmo de que el otro carecía. Dióse, pues, Solano a multiplicar y ensayar medios de defensa, así de la plaza de Cádiz y la vecina costa como de las escuadras de que las fortalezas de tierra eran amparo, en adición al que les daban sus cañones. Volvíase todo revistas, simulacros (voz hasta entonces no oída en España, si no es tratándose de templos y aras de falsos dioses), y probar cañones para cerciorarse del alcance de los fuegos. A todo acudía solícito el general, fastuoso en sus alardes, sin descuidar por esto el gobierno civil, pues, al revés, era amigo de fiesta y de mejores materiales.
    Entretanto, las escuadras seguían en su fondeadero, si amenazadas, con harta probabilidad de rechazar a un agresor temerario. Más de treinta navíos de línea, ondeando en unos la bandera tricolor, en otros la amarilla y encarnada, poblaban la bahía gaditana, dilatándose su línea desde la boca del puerto, en el lugar llamado Berreadero, hasta las inmediaciones del arsenal de la Carraca. Allí apareció por última vez una numerosa escuadra de nuestra entonces ya decaída Marina, pocos años antes tan floreciente, a lo menos a primera vista y por el indudable mérito de muchos de nuestros oficiales, si bien cuerpo de más viso que robustez, por faltarle el elemento de una buena y numerosa marinería, y estar fuera de proporción con la marina mercante.
     Mandaba, como es sabido, la escuadra combinada el almirante francés Villeneuve; valiente en la pelea, tímido e irresoluto en el consejo, no sin razón persuadido de la ventaja que a los suyos y a los nuestros llevaban los ingleses, y desaprobador de los planes de su emperador, por lo cual tenía como general el grave inconveniente de ser ejecutor de lo que desaprobaba.
     Menudeaban los consejos de generales a bordo. La escuadra inglesa estaba a la vista como desafiando a sus contrarios. Aun no había llegado a tomar de nuevo el mando de ella Nelson, quien no mucho antes había pasado a Inglaterra por pocos días; pero su llegada era dada por varios como hecho ya ocurrido, y por los demás como cercano. Se sabía o se suponía que Napoleón ansiaba por que sus marinos probasen sus fuerzas con la de los odiados isleños en combate.
     A un Consejo de guerra celebrado para decidir si habría o no de salirse a la mar en busca del enemigo, fueron convocados dos brigadieres, uno de los cuales era mi padre don Dionisio, a la sazón próximo a recibir la faja de jefe de escuadra por haber sido novísimamente nombrado comandante general de pilotos, así como por sus antiguos, señalados y mal premiados servicios; hombre, en fin, a quien me es lícito calificar de varón ilustre, pues tal le juzgaban sus contemporáneos. En el Consejo de guerra quedó resuelto que las escuadras no saliesen, y a tal resolución contribuyó como quien más mi padre, cuya opinión era, y en aquel caso fué, que empeñándose un combate general era probabilísimo fuese de los enemigos la victoria, siendo grande la probabilidad contraria si se arrojaba Nelson a embestir con los nuestros en el puerto.
     Estando así las cosas, en el 18 de octubre hube yo de salir para Chiclana con mi familia, siendo el objeto de nuestro viaje mirar por la salud de mi madre, a quien aconsejaban los médicos pasar una temporada en el campo por estar convaleciente de una grave enfermedad, sobre sus achaques y padecimientos grandes y continuos. Hicimos el viaje por agua, llevándonos mi padre en su bote, y, llegados, se despidió asegurando que volvería dentro de tres o cuatro días pues era seguro que no saldría la escuadra. Despedida fué, que apenas lo era, por ser separación por breve plazo y a corta distancia, pero que vino a serlo de aquellas que sólo en mejor vida terminan, si es que las almas igualmente felices pueden renovar los lazos que las unieron en el mundo.

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